Los mentalmente perezosos
tienden a clasificar la literatura y cine de ficción por géneros: histórico,
terror, policíaco, drama, comedia, aventuras... Para esta gentecilla, El
largo adiós es una novela policíaca: hay una serie de muertes (¿suicidios,
asesinatos?) y un detective, el famoso Philip Marlowe, empeñado en
esclarecerlos.
No es necesario
ser especialmente avispado para caer en la cuenta, apenas leídas unas páginas,
de que lo que menos importa al autor, Raymond Chandler, es revelar al lector
quién cometió esos crímenes. Pues la investigación criminal es solo un pretexto
para hablar de otras cosas, cosas como la amistad y la soledad, la traición y
la lealtad, la dureza y la ternura..., además de, por supuesto, realizar una
crítica social concentrada en píldoras (camareros mal afeitados que, en vez de
servir, "tiran" la comida en sucios locales donde no se permite la
entrada "ni a perros ni a mujeres", delincuentes que ganan muchísima
pasta "para untar a los tipos que hay que untar para ganar muchísima pasta
y untar...", policías corruptos, escritores colgados de la jeringa, ricas
herederas aburridas que saltan de cama en cama hasta que alguien las mata,
héroes de guerra alcohólicos y mezquinos en la vida civil...).
Aconsejo leer esta joya de la
literatura negra despacio, paladeando cada sorprendente metáfora, contagiándose de un sentido del humor extrañamente cínico,
desentendiéndose del supuesto enigma que hay que descifrar (en varios capítulos Chandler ofrece posibles y distintas soluciones del mismo, y cualquiera puede ser
tan buena como cualquier otra), y permitiéndose invadir la intimidad del
protagonista, caballero andante del siglo XX, duro y a la vez sentimental, leal
al amigo antes que a la fuerzas del orden, y finalmente escéptico y cansado cuando
descubre el juego sucio que se ha jugado a su alrededor. Más fiel a un ideal de amistad que a la realidad de un
amigo tramposo, ese amigo por el que una vez lo dimos todo y del que, aun
después de descubrir sus engaños y traiciones, todavía esperamos que, antes de
desaparecer para siempre de nuestras vidas, se vuelva para dirigirnos una
última mirada, triste y melancólica, "por los viejos tiempos". La
revelación final es amargura destilada por la fuerza de los desengaños
acumulados:
"No voy a decirte adiós. Te lo dije cuando significaba
algo. Te lo dije cuando era un saludo triste, solitario y definitivo."
Una petición: no veáis la película de Altman antes de leer la novela de Chandler, es más, evitad verla incluso después de haberla leído. Para el que esto escribe, es uno de los casos más flagrantes de traición al espíritu (no a la letra, que importa menos) de una obra literaria, una obra que merecía mucha mejor suerte en su adaptación al cine [1].
[1]
Otro ejemplo igualmente escandaloso es la adaptación de Ocho millones de maneras de morir perpetrada por Oliver Stone
(guionista) y Hal Ashby (director). Es sabido que el título de esta magnífica
novela, para mi gusto la mejor de Lawrence Block/Matt Scudder, hace referencia
a la ciudad de Nueva York, cuyos rincones oscuros, calles, iglesias,
tugurios, prostíbulos, espectáculos de boxeo y reuniones de alcohólicos anónimos son los
verdaderos protagonistas del relato. Pues bien, los “adaptadores”, además de
transformar una trama fascinante en mortalmente aburrida, trasladaron la acción
del frío invierno neoyorkino al soleado San Francisco de empinadas calles, dejando
irreconocible una historia de la que casi solo se conserva el título.
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