lunes, 18 de septiembre de 2017

Momentos estelares de la historia del cine (V): Lo que las palabras no dicen.



Y al pensar en el rostro de Amos esa noche, le vino a la mente ese mismo rostro durante la noche más terrible del mundo, cuando Amos salió de la oscuridad y penetró en la confusión de la cocina de los Edwards, llevando el brazo de Martha pegado a su pecho. La mutilación no era visible cuando Martha yacía en el ataúd que le habían fabricado. Su rostro parecía joven y sereno, y sus manos cruzadas descansaban sobre su regazo, una ligeramente más pálida que la otra. Eran manos curtidas, que desvelaban la edad que no desvelaba su rostro, surcadas con pequeñas cicatrices. Martha siempre se hacía daño en las manos. Mart pensó: «las desgastó, se las hirió, trabajando para nosotros».
Al pensar en eso, la clave de la vida de Amos súbitamente quedó aclarada. Todas sus inseguridades, su encierro en sí mismo, su trabajo sin recibir paga, su perpetuo orbitar alrededor del rancho de su hermano… todo cuadraba. Al ver lo que había configurado y retorcido la vida de Amos, Mart se sintió impactado; había vivido con Amos casi toda su vida sin tan siquiera sospechar la verdad. Pero tampoco lo había sospechado Henry… y menos aún Martha.
Amos estaba, siempre había estado, enamorado de la esposa de su hermano.
Alan Le May: The searchers ("Centauros del desierto"), cap. 7
 


Dos o tres generaciones de cinéfilos han vivido fascinadas por la obra cumbre de John Ford y del género western, The searchers en su título primigenio y Centauros del desierto en su distribución española (único ejemplo, al menos que yo conozca, en que el cambio de título mejora el original), hasta el punto de perseguirla en filmotecas y cine-estudios. Evidentemente hablo de un tiempo en que el cine se veía en salas o en la televisión cuando una de las dos cadenas entonces existentes tenía a bien programarlo y los grandes clásicos no eran ni mucho menos tan accesibles como ahora. A estas alturas, nadie va a discutir la maestría de Centauros del desierto-película, mucho menos los cinéfilos veteranos que cuentan como muescas en la culata del revólver el número de veces que la han visto y saben de memoria diálogos y situaciones; nadie lo discute, pero al insistir demasiado o exclusivamente en los aspectos cinematográficos de la película, en la genialidad de su director, en su complejo guión, en la fuerza y belleza de sus imágenes y en sus grandes interpretaciones, tendemos a olvidar que en la base de dicha película existe una obra literaria, Centauros del desierto-novela, casi tan fascinante para los amantes del western como la obra cinematográfica. Hasta hace muy poco esos veteranos cinéfilos tenían una excusa: no existía traducción española de la novela; pero ya no es así.
Una novela argumentalmente muy similar a la película, salvo algunos detalles que me cuidaré mucho de revelar, con algunas variantes en los personajes como que el que corresponde al de John Wayne no se llama Ethan sino Amos y Mose Harper cuenta con su propia familia y no es el viejo loco obsesionado por la mecedora (poderosa sinécdoque de la vida familiar) que todos recordamos, pero con un tono narrativo radicalmente diferente: el famoso sentido del humor fordiano que a ningún otro le habríamos consentido, con situaciones absurdas más propias de una comedia de enredo que de un western épico ("la boda ha estado muy bien, teniendo en cuenta que no se ha casado nadie", sentencia Clayton, reverendo a la vez que capitán de Texas Rangers), envuelve y suaviza una historia tremendamente dura y trágica hasta el extremo de que la cinematográfica puesta en escena traiciona claramente la novela. Ford tenía derecho a hacerlo y los resultados lo avalan, pero en esta relación dialéctica entre libro y filme hoy nos toca tomar partido por el libro.
"Me gustaría hacer una tragedia, la más seria del mundo, que acabara cayendo en el ridículo": lo dijo John Ford poco antes de comenzar el rodaje de Centauros del desierto.
Cuando uno hace el esfuerzo de leer personalmente la novela en vez de atender a los prejuicios comunes (literatura menor, solo apta para proporcionar algún argumento que otro) acaba opinando que la obra merecería una segunda adaptación al cine, algo parecido a lo que hicieron los Coen con Valor de ley, donde, meciéndonos al suave ritmo de himnos dominicales metodistas o baptistas, recuperaron  esa tonalidad melancólica, "el tiempo se nos escapa", que había desaparecido de la adaptación de Hathaway. Pero, claro, ¿quién se atreve a emular a John Ford?, ¿cómo afrontar lo que todo el mundo vería como un remake innecesario (que no lo sería, ni remake ni innecesario) en cualquier intento de alcanzar una mayor fidelidad al texto?
Cambio de tercio: espero haber animado al lector de esta entrada a que lo sea también de la obra de Alan Le May, pero ahora mi propósito es rematarla destacando, una vez más (¡se ha hecho tantas veces!), la forma puramente visual, vacía de palabras, en que Ford muestra los sentimientos de los personajes. El texto de Le May que hace de cabecera nos lleva a descubrir, a la vez que Martin Pauley, narrador y verdadero protagonista de la novela, el amor que Amos sentía por su cuñada asesinada por los comanches. Ford evita digresiones, juzga superfluo informar al espectador sobre historias de amor del pasado y únicamente se pone en el lugar de Clayton (Ward Bond) cuando sorprende a Martha acariciando el capote de Ethan, el mismo con el que este envolverá más adelante el desnudo cadáver de su violada sobrina antes de enterrarlo en el desierto (en la novela Amos emplea una manta para la misma finalidad: en ambas obras el hecho mismo del entierro se nos da en elipsis). La inmovilidad y el silencio de Clayton, taza de café en mano, dicen más sobre su impresión de lo que acaba de ver que todos los discursos y monólogos interiores. Eso se llama actuar, eso se llama dirigir.
Literatura y cine, palabra e imagen: ¿cuál elegimos? Yo, al menos, me quedo con ambas.



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