Roberto
Benigni no es John Ford. Esta obviedad solo viene a cuento porque nadie como el
americano-irlandés ha sido capaz de unir lo trágico y lo cómico en una misma película,
pasando de una a otra dimensión como se pasa de un plano a otro, sin ninguna
señal de aviso ni solución de continuidad.

Debe quedar claro que Benigni no pretende reirse de las víctimas, en todo caso de los verdugos. ¿Deja un monstruo de ser monstruoso porque nos burlemos de él? ¿Y
no será más bien esta conversión de lo trágico en cómico, esta des-valorización o banalización del sufrimiento, un simple caso de la ley general “todo valor es efímero”? El
tiempo es un viento helado que arrasa con todos los valores y certezas, con lo
que da calor a la vida y reviste de importancia todo lo que hacemos, sentimos y
vivimos, y por eso es lo que más nos asusta: no la muerte en sí misma, en la
que simplemente no pensamos, sino el paso del tiempo que es como morir en vida.
¡Ese miedo al devenir del que los nietzscheanos tanto gustan de acusar a los
demás, especialmente platónicos y monótono-teístas de variado pelaje, pero al
que el propio Nietzsche, incapaz de asumir él mismo que con la muerte de Dios moría todo valor ("si Dios no existe todo está permitido", en el estricto sentido de que todo acaba dando igual), solo pudo resistir inventándose un metafísicamente improbable eterno retorno de lo
mismo!
Y
si todos, hasta Nietzsche, preferimos engañarnos fingiendo un asidero firme que
aceptar la corriente que nos lleva y en la que nunca nos bañaremos dos veces
(pues ni el río de la vida ni tampoco nosotros sumergidos en él volveremos a ser nunca
los mismos), ¿cómo podríamos explicar la realidad a un niño incapaz de
entenderla? ¿Cómo hacer que comprenda, especialmente, esa parte de la realidad
que es la pura maldad? ¡Hasta qué punto los hábitos sociales son formas de
un autoengaño al que gustosamente sucumbimos! El vecino que cada mañana daba los buenos días al psicópata recién encarcelado, tras haberse descubierto por pura casualidad los
restos humanos que almacenaba en su trastero, dirá de él: “era una persona
educada, nunca nos dio ningún motivo de queja”. Aceptamos acríticamente (porque
nos conviene, porque no podríamos soportar lo contrario) que somos lo que
nos gusta parecer: "gente maja", como todos (incluido el asesino del trastero lleno de esqueletos) nos juzgamos a nosotros mismos. Recuerdo que, tras los atentados del 11-S, mi hijo de cuatro
años razonaba que los pilotos tenían que haberse equivocado para estrellarse
contra las torres: era incapaz de entender que alguien quisiera causar tanto
daño voluntariamente. Al fin y al cabo, su forma de razonar era la misma que la
de Sócrates: solo equivocándose es posible ser malo.
La
mentira acaba siendo la única forma viable de soportar el horror de la vida. Y la ingenuidad infantil, artificialmente prolongada en la edad adulta, el requisito imprescindible para aceptar las mentiras necesarias para vivir.
P.D.:
¡Qué filosófica me ha quedado esta entrada! ¡Y eso que mi propósito inicial era
hablar de cine!
Entradas anteriores de la serie:
Lo que las palabras no dicen (Centauros del desierto).
Entradas posteriores:
¡Toma montaje de atracciones! (El nacimiento de una nación, El acorazado Potemkin).
El travelling como filosofía de la vida (Frenesí).
Calderero, sastre, soldado... (El topo).
Si Dios no existiera... (Los comulgantes).
En la puerta de Rashomon vivía un demonio... (Rashomon).
Decir y mostrar, o cómo se construyen los relatos (Fort Apache)
Entradas posteriores:
¡Toma montaje de atracciones! (El nacimiento de una nación, El acorazado Potemkin).
El travelling como filosofía de la vida (Frenesí).
Calderero, sastre, soldado... (El topo).
Si Dios no existiera... (Los comulgantes).
En la puerta de Rashomon vivía un demonio... (Rashomon).
Decir y mostrar, o cómo se construyen los relatos (Fort Apache)
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