miércoles, 7 de junio de 2017

Una reflexión sobre lo sagrado


Edición española que traduce Das Heilige como Lo santo...

Tengo un vago recuerdo de una primera lectura de Lo santo (Das Heilige, de Rudolf Otto, título probablemente mejor traducible como “lo sagrado”) muchos años atrás, más de los que me gustaría creer. Antes de emprender una nueva lectura mi recuerdo de este texto podría resumirse, y casi agotarse, en tres palabras, dos adjetivos más una conjunción: “tremendo y fascinante”. Puesto que el sustantivo del que se decían ambos adjetivos, “Misterio”, vendría a equivaler a descripciones como “lo sobrenatural” o “lo divino”. Según creía recordar, se trataba de una forma de evitar la palabra “Dios”, pues no todas las religiones entienden el objeto de su culto de la misma manera.
Vuelta al texto, muchos años después (cerca de treinta, si no me equivoco). Constato con sorpresa que mi recuerdo se había contaminado al mezclarse con el de otros ensayos más o menos próximos en cuanto a temática y época de lectura: Mircea Eliade, Martín Velasco…
...aunque otras ediciones traducen Lo sagrado.
En primer lugar, mi limitada y falible memoria había hecho caso omiso del subtítulo: “lo racional y lo irracional en la idea de Dios”, que deja bien claro que, lejos de evitar la palabra “Dios”, este es precisamente el asunto que pretende tratar. Es más, el texto insiste en que una religión monoteísta, específicamente el cristianismo, es la forma racionalmente superior o éticamente más evolucionada de culto religioso. No nos encontramos, por tanto, ante un intento de ciencia objetiva de la religión, ni se trata de una disciplina ideológica o axiológicamente neutra, al alcance de cualquier persona racional, religiosa o no (¿es necesario recordar que Otto fue, además de y antes que uno de los iniciadores y máximos exponentes de la fenomenología de la religión, teólogo luterano?). Tampoco pretende tal supuesta “objetividad”. El autor deja claro este punto en varias ocasiones, por ejemplo:
En inglés: The idea of the Holy...
“Quien no logre representarse o no experimente momentos de esa especie [de ‘conmoción fuertemente religiosa’], debe renunciar a la lectura de este libro…” (p. 17)[1].

          Unas líneas más abajo se justifica este presupuesto por analogía con el sentimiento estético: quien no haya cultivado este personalmente no puede juzgar las opiniones de los críticos de arte, salvo que pretenda reducir los principios de la estética a los sentimientos de placer y displacer que acompañan al gusto vulgar (“me gusta” o “no me gusta”, criterio meramente subjetivo que solo podría objetivarse de algún modo traduciéndolo a estadística[2]). 

...y en italiano: Il sacro.
        Lo mismo, y con mayor motivo[3], puede aplicarse al sentimiento religioso: quien no lo ha experimentado deberá reducirlo a algún tipo de impulso natural, quizá cuantitativa pero no cualitativamente distinto de otros. Por ejemplo, sentimientos como los de terror, dependencia o admiración ante un poder en algún sentido superior -"más fuerte"- y desconocido -de ambiguas intenciones- pueden ser reacciones perfectamente naturales sin contenido religioso alguno, explicables como mecanismos de supervivencia sin más (por ejemplo, si doy de comer a un oso –hago una ofrenda- buscando “convencerle” para que no me ataque, ¿alguien diría que estoy ejecutando un comportamiento religioso?): ¿podríamos encontrarnos, al analizar la religión, ante hechos como los enumerados, solo un poco más complejos que los habituales? Esto sería, según Otto, lo que forzosamente debería opinar el que desconoce por propia experiencia lo que significa una experiencia religiosa.
Rudolf Otto (1869-1937)
Lo que nos llevaría a una inevitable alternativa: o bien la religión debe ser considerada como una enfermedad del hombre, en el fondo contraria a su naturaleza (ya sea una forma de trastorno mental como en Freud, ya un efecto de las contradicciones sociales como en Marx), en cuyo caso solo puede comprenderla bien quien se sitúe fuera de ella como solo puede conocer la enfermedad de Alzheimer u otra similar quien no la padezca, o bien se basa en una predisposición natural (si no innata, al menos a priori: no existe como contenido presente en todas las mentes humanas, pero sí como forma universal que apunta a ciertos contenidos) que solo puede llegar a término si se desarrolla, y entonces solo se deja comprender por quien, desde dentro de una determinada creencia, lleva a cabo este desarrollo[4]. No parece existir una tercera posibilidad: queda definitivamente clausurado y declarado imposible un estudio neutral del fenómeno religioso (y todos aquellos que llevamos años intentando realizarlo, por escrito y en las aulas, quedamos confinados en el limbo de los ingenuos irredentos).
Aceptemos de buena fe este presupuesto: igual que no se puede hablar de colores a un ciego (o sí, pero solo utilizando analogías con otros grupos de sensaciones), no puede alcanzar una comprensión esencial de la religión quien no haya tenido nunca una experiencia inconfundiblemente religiosa. La siguiente pregunta parece surgir por sí sola: ¿vale cualquier forma de experiencia o sentimiento religiosos?[5] Pregunta que solo alcanza respuesta adecuada al final del libro, aunque todo él ha servido para ir preparando dicha respuesta. Ciertamente, el recorrido por los rasgos comunes de las distintas formas de experiencia religiosa, sintetizables en la categoría de lo numinoso como la esencia no racionalizable, indefinible o inefable de la religión, lleva al lector del libro que es además creyente y pertenece a una tradición religiosa, a reconocer su familiaridad con las expresiones de cualquier otra tradición, por muy culturalmente alejada que esté: la experiencia del anonadamiento de Abraham (“polvo y ceniza”) suena igualmente fuerte en los Upanishads, en el Bhagavad-Gita, en los textos sufíes o de la tradición budista… (Otto llama a esta peculiar experiencia, irreductible a cualquier experiencia no religiosa e incluso al “sentimiento de dependencia” que Schleiermacher identifica con la religión, sentimiento de criatura). Lo mismo podríamos decir de otros aspectos enumerados por Otto como constitutivos de lo religioso como tal.
Abraham: "me atreveré a hablar a mi Señor, yo, que soy polvo y ceniza...".
Pero el desarrollo natural de estas experiencias, el horizonte al que apuntan, la plenitud o perfecta realización del concepto mismo de lo sagrado (y no meramente lo numinoso, que es su primera aparición todavía irracional e incompleta[6]) es el cristianismo:
“El sentimiento cristiano ha aplicado de la manera más viva la categoría de lo santo y producido la intuición religiosa más profunda que puede encontrarse en la historia de la religión” (p. 224).
Antes de valorar si esta conclusión es compatible con la (no pretendida) objetividad del estudio o revela más bien un prejuicio implícito, deberemos recorrer, siquiera brevemente, el camino que nos ha llevado a ella. Regresemos, pues, a los primeros capítulos: “Lo santo” se presenta como un análisis (o mejor, una exposición) de los elementos o formas a priori de la experiencia religiosa, algo similar a lo que hizo Kant con la ciencia, la moral y el juicio estético en cada una de sus tres Críticas.
Otra portada de Lo santo.
Experiencia religiosa que Otto entiende como una disposición universal situada originariamente en el campo del sentimiento: no porque excluya lo racional, que más bien lo pide, sino porque la razón aparece 1º) más tarde, 2º) como una “traducción” o esquematización del contenido irracional. Tales esquematizaciones pueden aparecer en distintas direcciones, lo que daría lugar a las casi infinitas variedades de la vida religiosa y otros fenómenos adyacentes (magia y hechizos, miedo a demonios y fantasmas, etc.), todas ellas interpretaciones (racionalizaciones) diferentes de una experiencia que en su origen debería de suscitar reacciones emocionales muy similares. Así, la justicia divina, atributo que parece racionalmente deducible del concepto o idea de ser supremo, aparece antes como cólera santa, expresión que parece entrañar antinomia o al menos paradoja, pero que es ya una racionalización de una primera intuición no verbalizable y apenas expresable como un sentimiento de terror referido a un objeto más presentido que conocido. A este componente irracional, y originario, de la experiencia religiosa Otto llama “lo numinoso”:
"Numinoso", lo que remite al numen, como una forma extraña y no cotidiana.
“Una palabra destinada a designar lo santo menos su componente moral y –añadimos a renglón seguido- menos cualquier otro componente racional” (p. 15).
Las primeras reacciones emocionales donde se puede reconocer la aparición de lo numinoso son algunas formas de extrañeza, miedo y fascinación (no “cualquier” extrañeza, miedo y fascinación, que también pueden ser reacciones no religiosas), de donde procede la conocida descripción del objeto del culto religioso como “misterio tremendo y fascinante”. Es el carácter “chocante” de estas primitivas experiencias clara muestra de su carácter no racional:
-Lo que hace temblar, confusamente intuido a través de expresiones como la “cólera de Yahvé” que provoca el espanto en sus enemigos y también en sus amigos o enviados como el mismo Moisés, que debe ocultarse para que no le mate, o como el védico Rudra, la divinidad a la que se reza para que se mantenga lejos de nosotros, o Durga, la “gran madre” asociada al benéfico Visnú y suscitadora de un “horror devoto” que la representa como demonio…
Durga, la "gran madre" del hinduismo.
-Lo misterioso, lo que no se comprende y así remite a lo incomprensible, lo totalmente otro o lo absolutamente heterogéneo (en una progresión ascendente que va de lo sorprendente a lo paradójico y de lo paradójico a la antinomia o coincidencia de opuestos). Otto se detiene en la resonancia emocional producida en los creyentes por lenguas incomprensibles como el latín para el católico del pueblo (pp. 96-97), y que por eso mismo, por su carácter no comprendido, es sacralizado. En el mismo sentido apuntan otras conocidas expresiones de lo numinoso: la oscuridad, el silencio, el vacío…
-Lo que atrae y fascina, en sus diversas formas: gracia, beatitud, salvación, Nirvana…  y que forma, en conjunción con lo tremendo, “una extraña armonía de contraste” (p. 51).
“¡Oh, quién pudiera deciros lo que el corazón siente!... Si una gota de eso que siento cayera en el infierno, el propio infierno se convertiría en un paraíso.”
La cita es de Santa Catalina de Génova y es una más de las muchas posibles que exaltan la unión mística, el éxtasis o fusión con lo divino o, en palabras de Otto, “el efecto dionisíaco que capta los sentidos, arrebata, hechiza y a menudo exalta hasta el vértigo y la embriaguez” (p. 52).
Son los tres componentes de lo numinoso que Otto interpreta como la forma a priori de la religión, consistente como ya hemos dicho más en “sentir” que en “pensar”. Sentimiento, sí, pero intencional: no puede sino remitir a un objeto ante el cual el sujeto se siente anonadado, aterrorizado, sorprendido, fascinado, extasiado… (estados de ánimo por los que el hombre religioso cree comunicarse con una realidad ¿personal?, distinta y muy superior a él mismo).
El hombre religioso primero siente una presencia, pero después interpreta (racionaliza) este mismo sentimiento. Y al hacerlo va llenando de predicados racionales el objeto intencional que antes solo era confusamente intuido. Lo vemos con un ejemplo, tomado de los textos bíblicos más antiguos:
“Lo que diferencia a Yahvé de El-Sadday/Elohim… es que en el primero predomina lo numinoso sobre lo racional, mientras que en el último predomina el lado racional sobre lo numinoso” (p. 108)[7].
El tetragrama YHWH
Este “llenarse” las formas a priori, puramente sentimentales, de contenido racional es también una disposición a priori del espíritu: el contenido racional se convierte entonces en esquema de la experiencia original:
“El aspecto tremendo y retrayente de lo numinoso se esquematiza por la idea racional de la rectitud, de la voluntad moral y eliminación de lo inmoral… El aspecto atrayente y fascinante de lo numinoso se esquematiza por la bondad, la compasión, el amor, y así esquematizado se convierte en la gracia, la cual concierta en una armonía de contraste con la cólera santa. A su vez el momento mirífico queda esquematizado por todos los predicados racionales que se atribuyen a la divinidad.” (pp. 187-188).
Por eso podemos decir que la evolución religiosa no es un movimiento caótico, sino que tiene un sentido y una finalidad: alcanzar el máximo posible de racionalidad, pero sin renunciar nunca totalmente al aspecto numinoso que define precisamente lo religioso como tal. Y así nos encontramos de nuevo con la decidida toma de partido de Otto a favor del cristianismo como la tradición que alcanza el punto máximo en la evolución de toda religión.
¿Significa esto la sospecha de que todo el análisis anterior se ha visto contaminado por una toma de partido que, aunque no explícita hasta el final, ha podido estar presente todo el tiempo como un prejuicio no confesado? Pongámonos, si cabe, más evangélicos todavía y declaremos solemnemente que quien esté libre de pecado (o de prejuicio), que tire la primera piedra… En ese caso, ¿por qué tomar unos prejuicios, los que parten del rechazo de la religión o su reducción a categorías sociológicas, psicológicas, etc., como más “científicos” u objetivos que otros? Aceptemos humilde­mente que incluso el ser más cargado de prejuicios puede (a pesar de ellos o quizá incluso gracias a ellos) llegar a descubrir verdades que a otros les han pasado desapercibidas[8].
Lo verdaderamente importante es comprobar si los análisis de Otto se ajustan (o no) al conjunto de datos de que disponemos, y si nos permiten (o no) comprender este conjunto de datos mejor que otras teorías alternativas. En cuanto a la primera cuestión, todo el mundo reconoce el valor de esta obra como una de las aproximaciones más ajustadas a la esencia del  hecho religioso: sería escandaloso que en la actualidad alguien pretendiera escribir cualquier tratado de filosofía o fenomenología de la religión sin mencionar en su primer capítulo el texto de Otto como uno de los hitos fundamentales de la disciplina. En cuanto al segundo problema, es evidente que, casi cien años después de la publicación de “Lo santo”, este libro no ha sido la última palabra pronunciada en fenomenología de la religión: los análisis de Otto han sido valorados, discutidos y completados por otros autores, entre ellos algunos tan importantes como los ya mencionados Mircea Eliade y Martín Velasco.
Tras modelar a Adán con arcilla, Yahvé saca a Eva de su costado: todavía es un dios antropomórfico que fabrica sus obras con las manos.


[1] Las citas se hacen de la edición de Alianza Editorial (Madrid, 1980), traducción de Fernando Vela, cuya primera reimpresión (que es la que yo manejo) tiene una curiosa característica: presenta las páginas 182 y 190 intercambiadas.
[2] ¿Alguien aceptaría que las obras de arte fueran valoradas del mismo modo que una publicación de Facebook o similares, es decir, en función del número de “me gusta” recibidos?
[3] ¿Por qué con mayor motivo? ¿Será porque presuponemos lo que tendríamos que demostrar, a saber, que lo religioso es, dentro del ámbito de lo espiritual, el nivel superior?
[4] Planteamiento que recuerda a San Agustín: la razón debe prestar asentimiento al contenido de fe antes de llegar a comprenderlo. Y, si entendemos el saber religioso no como episteme sino como frónesis (un saber no meramente teórico, sino práctico en cuanto que compromete vitalmente a la persona y sus acciones), y si aceptamos con Aristóteles que la virtud ética debe preceder a la dianoética, y si, finalmente, la consecución de la virtud ética implica confianza (fe) en el maestro sabio que indica lo que se debe hacer, ¿no podemos concluir igualmente que una cierta fe es imprescindible para llegar a la comprensión intelectual de la esencia de la religión?
[5] En realidad, la primera pregunta debería ser esta otra: ¿qué es una experiencia inconfundiblemente religiosa?, ¿el éxtasis de un místico?, ¿la asistencia a la misa dominical?, ¿una procesión o peregrinación?, ¿la participación en actos masivos como jornadas mundiales de la juventud?, ¿un atentado yihadista como los recientes de Manchester y Egipto, que buscaban provocar un cuantioso número de víctimas infantiles? Lo que lleva a otra pregunta distinta: ¿quién decide qué es lo auténticamente religioso? ¿No sería necesario algún criterio extra-religioso, sea ético o de otro tipo? Por ejemplo, ¿tendríamos derecho a rechazar como “religiosas” las actuaciones de los yihadistas de Manchester, Londres, Egipto, Niza, Iraq, etc., precisamente porque no cumplen con el mínimo ético exigible a cualquier religión que merezca llamarse así?
[6] M. García Baró distingue entre “lo santo” y “lo sagrado”, en lo que yo entiendo que básicamente es una identificación de “lo sagrado” con las primeras apariciones (colectivas, irracionales) del sentimiento numinoso (“la embriaguez irracional con la que el ser humano puede entregarse a lo otro que aterroriza y, al tiempo, satisface”) y “lo santo” como “transcendencia absoluta, infinitamente justa e infinitamente graciosa o misericordiosa”. En el blog “Entreparéntesis”.
[7] La tradición yahvista, ligeramente anterior en el tiempo a la elohista y muy anterior a la sacerdotal, es ingenua y antropomórfica (Yahvé se pasea por el jardín de Edén al atardecer, “fabrica” al hombre modelándolo con arcilla, etc.), así como poco cuidadosa de la ejemplaridad moral de los protagonistas (engaños de Abraham, Jacob, etc. sin ningún tipo de excusa o justificación), mientras que la elohista trata de suavizar estos aspectos primitivos y destacar la distancia entre el hombre y Dios, que se sirve de ángeles o enviados para no hablar directamente a los hombres. Podemos comprobar que, en la cita mencionada, Otto equipara “primitivo” y “numinoso”.

Génesis 1 contiene un relato (sacerdotal) de la creación del hombre, menos antropomórfico que el yahvista.
[8] Recordemos los experimentos de Allport y Kramer sobre la influencia del prejuicio racial en el reconocimiento de rasgos físicos asociados a una determinada raza (los sujetos que más fácilmente identificaban las fotografías de personas de raza judía eran precisamente los que poseían prejuicios antisemitas). Generalizando los resultados de este experimento, podríamos concluir que una toma de partido puede favorecer el discernimiento de algunos aspectos del hecho estudiado. Es cierto: también favorece la ocultación de otros aspectos; pero sumando ambas conclusiones deducimos la necesidad de complementar unas perspectivas con otras, no el rechazo de algunas o todas las (por otro lado, inevitables) tomas de partido

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