martes, 26 de junio de 2018

Momentos estelares de la Historia del Cine (VIII): El travelling como filosofía de la vida


Hitchcock entre los asistentes al mitin: "no queremos cuerpos extraños en el río".
Aproximadamente a la hora de proyección, y tras más de treinta minutos desde que conocemos la identidad del asesino en serie más buscado por Scotland Yard desde Jack el Destripador, Frenesí (A. Hitchcock, 1972) nos muestra a este interactuando por primera vez con la que hasta ese momento de la película ha sido su protagonista femenina. La cámara acompaña a ambos por el mercado de la fruta de Covent Garden hasta el apartamento del primero y nos permite escuchar su conversación, pero sabemos que esta carece de importancia pues lo decisivo es el dato que nosotros tenemos y la muchacha no y presentimos que el encuentro solo puede terminar de una manera, aunque esperamos que no sea así (ingenuos de nosotros, todavía confiamos en el griffithiano salvamento en el último segundo: no hemos aprendido la lección de Psicosis). Nuestra angustia alcanza el máximo cuando se abre la puerta del piso y escuchamos del asesino una frase ya conocida por nosotros como inicio de sus crímenes: “no sé si lo sabrás, pero tú eres mi tipo de mujer”. En ese mismo momento nos alejamos del escenario, la cámara desciende las escaleras que, dentro del mismo travelling todavía no interrumpido, había subido unos segundos antes y sale hasta el mismo mercado donde vemos desfilar ante ella a los tenderos, clientes y transportistas: la vida sigue, el mundo no ha cambiado porque uno de sus actores haya dejado de formar parte de él. Lo que poco antes tenía una importancia suprema ya ha dejado de tenerla.
Pero sí hay cuerpos extraños: un cadáver con una corbata al cuello.
No puedo dejar de recordar, al revisar esta escena, la triste experiencia personal que viví cuando, hace ya casi veinte años, una alumna de 4º de E.S.O. me pidió por favor que le dijera la nota obtenida en un trabajo, pues la iban a ingresar para una simple y rutinaria operación (un pequeño quiste, no peligroso pero sí molesto) y no iba a poder estar presente cuando diera las notas en clase. Miré entonces mi cuaderno de profesor y comprobé que la alumna tenía un 8, se lo dije y se puso tan contenta. Fue la última vez que hablé con ella: por ciertas complicaciones no calculadas en una operación que se esperaba trivial, Sandra (pues así se llamaba la alumna) no salió nunca del hospital. Lo que unos días antes era tan importante (conocer una nota) ya no tenía importancia alguna. Y así, nos viene a decir Hitchcock, sucede con todo aquello que valoramos a lo largo de la vida: como en Los pájaros[1], la cámara se aleja en el momento de mayor tensión y, en vez de ponerse al lado del humano sufriente, adopta un punto de vista superior, “sub specie aeternitatis”, en que el sufrimiento y la felicidad son meros estados subjetivos y pasajeros que acaban perdiendo todo su valor.
Hitchcock fue bautizado como “mago del suspense” casi al mismo tiempo que, aquí en España y allí en América, la palabra “suspense”, inicialmente un barbarismo, iba obteniendo permiso de residencia legal en nuestro idioma por la vía de los hechos consumados. El propio Hitchcock, a quien parecía no disgustarle este apelativo por reforzar su imagen de entretenedor supremo siempre pendiente de los gustos del público (“el vulgo”, que diría Lope, al que “es justo / hablarle en necio para darle gusto”), definía “suspense” como “incertidumbre acompañada de aprensión”, y explicaba este mecanismo narrativo como el resultado de una identificación de personaje y espectador llevada hasta el punto de que este último se desespera por no poder comunicar al primero una información vital para él. En uno de los ejemplos más ilustrativos de esta teoría, que podemos encontrar en su mil veces citada entrevista con Truffaut, el espectador sabe que hay una bomba colocada bajo la mesa en torno a la que varios personajes conversan tranquilamente, lo que provoca un cambio radical en el significado de dicha conversación (pasa de aburrida a apasionante) y la importancia del tiempo en que transcurre.
Muchos cinéfilos admiradores de Hitchcock (es difícil ser lo primero y no lo segundo) hemos discrepado de la visión reductiva del mismo como “mago del suspense” por entender que, antes que eso, es otras muchas cosas: por ejemplo, un incansable explorador de las posibilidades expresivas de la imagen en movimiento o un solucionador de problemas narrativos en términos puramente visuales. En Hitchcock el refrán “una imagen vale más que mil palabras” se traduce más allá de su literalidad cuando el sentido de lo que sucede ante nuestros ojos y oídos martiriales[2] no se encuentra en lo que los diálogos dicen sino en lo que la cámara nos muestra al margen o incluso en contra de las racionalizaciones y autoengaños a que los personajes se someten.
Y en esta ocasión, lo que la cámara transmite es una visión del mundo o una filosofía de la vida: una schopenhaueriana insistencia en la irracionalidad del mundo real y en el irremediable sacrificio del individuo ante una voluntad o impulso superior que es la esencia del cosmos. Es lo que Hitchcock pretende mostrarnos sin palabras. Hitchcock no habla, pero su cámara sí.
“A costa de sufrimientos, que nos han hecho fríos y duros, hemos adquirido la convicción de que los acontecimientos del mundo no tienen nada de divinos, ni siquiera de racionales, nada de compasivos ni justos… El mundo no vale lo que hemos creído que valía: esto es quizá la verdad más segura de que nos hemos podido apoderar”[3]. El texto es de Nietzsche, pero su contenido remite a Schopenhauer a quien sin embargo corrige unas líneas más abajo, sin caer en la cuenta de la evidente contradicción: “nosotros nos guardamos muy bien de decir que el mundo tiene menos valor”. Dostoyevski fue más claro: “si Dios no existe todo está permitido” o, dicho de otra forma, “si no hay un valor permanente todo acaba dando igual”. Pesimismo hecho arte que no hace falta proclamar a gritos, basta con dejar que la cámara nos muestre el mundo como es.
Hitchcock lo hace.


 


Entradas anteriores de la serie:


En la puerta de Rashomon vivía un demonio... (Rashomon).
Decir y mostrar, o cómo se construyen los relatos (Fort Apache)

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[1] Me refiero al inicio de la escena de la gasolinera, tras la discusión con la ornitóloga aficionada en el bar e inmediatamente antes del ataque.
[2] En el doble significado de la palabra “mártir”, el etimológico de “testigo” y el más extendido de “sufriente”, pues el mismo Hitchcock afirma cínica y poco exactamente: “la lógica de mis películas es hacer sufrir al espectador”.
[3] F. Nietzsche: El gay saber, libro V, par. 346.

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