Roberto
Benigni no es John Ford. Esta obviedad solo viene a cuento porque nadie como el
americano-irlandés ha sido capaz de unir lo trágico y lo cómico en una misma película,
pasando de una a otra dimensión como se pasa de un plano a otro, sin ninguna
señal de aviso ni solución de continuidad.
Pero
esta entrada no va de John Ford, a quien hemos dedicado y seguiremos dedicando otras: La diligencia, Centauros del desierto, Fort Apache..., sino de
Roberto Benigni, cineasta de una sola película (tiene más, pero ¿a quién le
importan?): La vida es bella. Audaz
pretensión de hacer humor nada menos que con el tema del Holocausto o Shoah. Intento
imposible un poco antes (los hechos históricos, convertidos en objeto o al
menos en pretexto para la burla, despertaban muy dolorosos recuerdos en los
supervivientes o en familiares y amigos, todavía vivos, de las víctimas) y
superfluo desde entonces (¿qué valor tiene repetir lo que ya se ha hecho, y se ha hecho bien?).
Alguien definió una vez la comedia como “tragedia más tiempo”: lo que todavía
no puede ser cómico lo será alguna vez, solo es cuestión de esperar. Los hechos
trágicos dejan de serlo cuando se contemplan desde la distancia: al fin y al
cabo, todos vamos a morir y, una vez ocurrido lo inevitable, tampoco importa
demasiado cómo se ha producido. ¿O sí?