Pónganse
ustedes en situación, si su capacidad de imaginar se lo permite: sería el año
76 o, como mucho, 77; un chaval de unos once años entra en una sala de cine de
sesión continua mediada la proyección de la película, tal como era costumbre en esos cines y en esos años. El programa era para mayores de
dieciocho años, pero en aquel cine España de Campamento, en Madrid, taquillera y portero hacían siempre la vista gorda. En la
pantalla tenía lugar una conversación en torno a una mesa, en italiano (primera
sorpresa: ¡había subtítulos, como en las raras películas que ponían en la
segunda cadena y que casi nadie veía!), uno de los personajes se levantaba de
la mesa para ir al baño. Segunda sorpresa: el personaje se
introducía en un retrete oscuro y sórdido, casi podíamos oler la suciedad
flotando en una atmósfera amarillenta, y a tientas buscaba un revólver
escondido detrás de la cisterna. Todo esto ocurría en la pantalla mientras en la oscura sala el acomodador señalaba con la luz de su linterna el camino hacia las butacas vacías, una de las cuales fue ocupada sin que desde ese momento hasta los créditos finales la todavía infantil mirada pudiera desviarse de la pantalla ni un solo segundo. Aquel chaval, que crecía en una España recién
salida del franquismo, se daba de bruces con un realismo que le resultaba absolutamente
desconocido y a pesar de su analfabetismo cinematográfico comenzaba a intuir
que esos detalles de ambientación (como el polvo en el alféizar de cierta
película de Bresson comentada por Bazin) no estaban ahí por casualidad, sino
para hacer creíble lo que se le estaba contando. Aquella tarde, que nunca
olvidaría, ese chaval captó la diferencia entre las películas como meros instrumentos para combatir el aburrimiento y una forma de arte llamada Cine. Aquel chaval era yo, y
la película El padrino.
"El aire pareció llenarse de finas gotas de sangre" (Mario Puzo) |