domingo, 27 de agosto de 2017

Momentos estelares de la historia del cine (IV): Lecciones de Cine para preadolescentes.



Pónganse ustedes en situación, si su capacidad de imaginar se lo permite: sería el año 76 o, como mucho, 77; un chaval de unos once años entra en una sala de cine de sesión continua mediada la proyección de la película, tal como era costumbre en esos cines y en esos años. El programa era para mayores de dieciocho años, pero en aquel cine España de Campamento, en Madrid, taquillera y portero hacían siempre la vista gorda. En la pantalla tenía lugar una conversación en torno a una mesa, en italiano (primera sorpresa: ¡había subtítulos, como en las raras películas que ponían en la segunda cadena y que casi nadie veía!), uno de los personajes se levantaba de la mesa para ir al baño. Segunda sorpresa: el personaje se introducía en un retrete oscuro y sórdido, casi podíamos oler la suciedad flotando en una atmósfera amarillenta, y a tientas buscaba un revólver escondido detrás de la cisterna. Todo esto ocurría en la pantalla mientras en la oscura sala el acomodador señalaba con la luz de su linterna el camino hacia las butacas vacías, una de las cuales fue ocupada sin que desde ese momento hasta los créditos finales la todavía infantil mirada pudiera desviarse de la pantalla ni un solo segundo. Aquel chaval, que crecía en una España recién salida del franquismo, se daba de bruces con un realismo que le resultaba absolutamente desconocido y a pesar de su analfabetismo cinematográfico comenzaba a intuir que esos detalles de ambientación (como el polvo en el alféizar de cierta película de Bresson comentada por Bazin) no estaban ahí por casualidad, sino para hacer creíble lo que se le estaba contando. Aquella tarde, que nunca olvidaría, ese chaval captó la diferencia entre las películas como meros instrumentos para combatir el aburrimiento y una forma de arte llamada Cine. Aquel chaval era yo, y la película El padrino.
"El aire pareció llenarse de finas gotas de sangre" (Mario Puzo)
Lo que me lleva a una pregunta tan retórica como inevitable: ¿de verdad son las películas infantiles o juveniles la mejor forma de crear afición al cine? Los niños y no tan niños devora-palomitas que frecuentan multicines para ver Piratas del Caribe, Harry Potter o Los juegos del hambre, ¿darán alguna vez el salto a películas adultas, esto es, a obras que requieren una cooperación activa y medianamente inteligente del espectador? La pregunta quedará sin respuesta, pero quiero dejar constancia de que yo descubrí el cine viendo El padrino. Y es que, en último término, los libros y las películas capaces de captar el interés cultural de los niños son básicamente los mismos que pueden mantener o aumentar dicho interés cuando esos niños se hacen adultos.
Inserto a continuación la secuencia que despertó mi amor al cine. Solo faltaría añadir la sala oscura en la que cientos de personas plenamente entregadas asistían como hipnotizadas a la proyección. Como puede verse, nostalgia en estado puro.


Adviértase un detalle que yo siempre había atribuido a la genialidad de Coppola en su búsqueda de sofisticado realismo, evidentemente influido por el Kurosawa de Yojimbo o Trono de sangre, hasta que la lectura del texto de Mario Puzo me abrió los ojos. Lo cierto es que la novela, literariamente mediocre pero éxito comercial ya antes de ser adaptada al cine, da la impresión de estar pensada para su cinematográfica puesta en escena, y en ese sentido resulta claramente eficaz. Transcribo las palabras exactas de la novela:
“el aire pareció llenarse de finas gotas de sangre” (Mario Puzo, El padrino, cap. 11).
¿Qué más se puede decir a estas alturas de El padrino? Ya se ha dicho de ella prácticamente todo. Hoy la crítica cinematográfica la venera como un clásico y aparece recurrentemente en los primeros puestos de las listas de mejores películas de la historia. Pero no siempre ha sido así. Recuerdo de mis años de universitario, aun perdurando la impresión de mi hasta entonces única visión de El padrino y con ocasión de su reestreno en los 80 (con el añadido de los fotogramas censurados en su primer estreno y que no pertenecían a ninguna de las muchas escenas violentas sino al final de un plano que mostraba unos pechos de mujer); recuerdo, decía, mis discusiones con algunos compañeros de clase también cinéfilos, que entendían que el mejor Brando se encontraba en El último tango de Bertolucci y despreciaban El padrino como producto meramente comercial[1]. El tiempo pone a todos en su sitio, en primer lugar a un Bertolucci de quien ya nadie se acuerda pero también a un Coppola que, después de los dos Padrinos (y con la salvedad, en todo caso, de Apocalypse now), ha sido incapaz de recuperar la maestría en ellos demostrada.
Remito a los lectores interesados a cualquiera de los muchos y excelentes estudios sobre la película, publicados en papel o en Internet: por citar uno, recomiendo el capítulo sexto del libro Los sueños de la palabra, del no hace mucho fallecido José María Latorre. Ahora me limitaré a mencionar el final de la segunda parte, creo que uno de los mejores finales de la historia del cine junto al de El tercer hombre y a una altura similar. El de la primera parte, también excelente, tenía una sola pega: recordaba demasiado a Centauros del desierto, ya se sabe, la puerta cerrándose en las mismas narices de quien queda excluido de la comunidad (familiar en el primer caso, mafiosa en el segundo). Por el contrario, el final de El padrino II tiene la virtud de recopilar la historia completa del personaje principal, que ya no es Vito sino Michael Corleone: el mismo que un día decidió alistarse en el ejército para seguir su propio camino al margen de su familia de mafiosos y que unos años después hace ejecutar a su propio hermano, reo de traición contra el capo supremo. Nunca se ha mostrado tan contundentemente la contradicción entre los ideales de juventud y la vida adulta ya realizada.
La agridulce sensación provocada por la amargura de lo narrado sumada a la ordenada precisión del propio relato, que surge espontáneamente al ver el redondo final de El padrino II, se desmorona cuando los mismos personajes reaparecen en El padrino III, que es algo peor que una película mediocre: es un crimen estético, algo así como un tejado de uralita coronando una catedral gótica. Francis Ford Coppola, nunca te lo perdonaré.




[1] En descargo de mis compañeros cinéfilos debo advertir que en los años 80 la película no era tan accesible como ahora. Creo recordar que, tras su recorrido comercial en los 70, no volvió a verse en pantalla grande hasta su reestreno en esos años 80 (reestreno que después proseguiría su carrera en los cine-estudios, desesperado y fugaz intento de posponer la ya imparable ruina de las salas de cine), que en televisión se puso bastante más tarde y que las primeras ediciones en vídeo son más o menos de estas fechas. En los 90 alguna cadena de televisión emitió una serie realizada a partir de un montaje cronológico (sin saltos temporales) de los dos primeros Padrinos, serie en la que, aparte de aligerar levemente la violencia de algunas escenas, se incluían fragmentos suprimidos en las versiones estrenadas en cines.

Entradas anteriores de la serie:
Una pausa en la batalla (Río Bravo). 
Bosques de bambú, damas marciales y toques zen (A touch of zen).
Odiar el desierto por no tener agua (La venganza de Ulzana).

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