domingo, 26 de agosto de 2018

Momentos estelares de la Historia del Cine (X): Si Dios no existiera...


Y van pasando los años, y ya has ido juntando ¿cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta y tantos...?, y te acuerdas como si fuera ayer de cuando cumpliste los veinte y algún aguafiestas te explicó que a partir de ese momento los años pasarían sin que te enteraras, y por fin te has dado cuenta de que tenía razón, y has visto que cada vez más gente que ha significado mucho en tu vida desaparece de ella para siempre, y empiezas a pensar que esto de la muerte no es ninguna tontería y que está más cerca de lo que siempre habías querido creer, y te resistes a proclamar solemnemente que “envejecer es una puta mierda” (Sabina dixit) porque todavía finges estar convencido de que algo bueno debe de tener llegar a donde has llegado, y miras hacia atrás y piensas en lo que ha sido tu vida y en lo que esperabas que fuera, y constatas la enorme diferencia entre una cosa y la otra, y te preguntas ¿para qué he vivido?, pregunta que transformas en seguida en esta otra: ¿para qué estoy viviendo?, como queriendo autoconvencerte de que esto todavía no ha acabado y que lo mejor está todavía por llegar aunque la realidad desmienta esta creencia en los mil ejemplos que conoces, y haces de ese ¿para qué? la clave decisiva que esconde el valor de la existencia, lo que hace que, en el fondo, sí importe vivir o haber vivido, y finalmente quieres creer que ese valor no terminará en nada como tus pobres huesos y que siempre serás algo más que un pensamiento perdido entre tantos pensamientos que alguien pensó una vez pero de los que ya nadie se acuerda…
Existencia crucificada.
Y entonces redescubres lo que ya sabía Platón: que solo puede haber valor y sentido reales si están sostenidos en la permanencia, pues de otra forma todo pasa y nada queda, lo que hoy vale mucho mañana será una puta mierda, y en cuestión de pocos años todo (lo que sentimos, pensamos, vivimos y somos) dará literalmente lo mismo. No valen medias tintas: o todo acaba engullido por la corriente del devenir, o hay un valor que perdura, que no puede ser otro distinto de lo que hemos dado en llamar Dios. Por eso “si Dios no existe todo está permitido” no significa que Dios sea el vigilante plasta al que hay que suprimir para ser libres y respirar lejos de asfixiantes prohibiciones, sino algo mucho más serio y profundo en lo que no queremos pensar: que si la eternidad solo es una fantasía urdida por el mortal que no soporta tener que morir, todo valor acabará desapareciendo y cualquier juicio sobre la importancia de algo solo es una forma de autoengaño, un no querer asumir que nada importa cuando la muerte tiene la última palabra y la única definitiva. Palabra que todos sabemos que solo puede ser una: no-ser; o lo que es lo mismo: nada.
Cuando a sus cuarenta y pocos años Ingmar Bergman rueda Los comulgantes es muy consciente de las implicaciones existenciales del problema de Dios, que ya había abordado en otras películas suyas como El séptimo sello y Como en un espejo, tan seria y dramáticamente (pues dramático es este problema, como lo fue para Nietzsche, para todo el que no sea un frívolo o un enano mental) que, dentro del mundo eclesiástico, hay quien, como el padre Carlos María Staehlin, da por descontada una inmediata y explícita conversión religiosa del cineasta sueco. Pobre padre Staehlin, jesuita, censor y crítico de cine, responsable de alterar los diálogos y añadir fondos musicales en El manantial de la doncella a fin de transformar una durísima historia de violación, asesinato y posterior venganza en una moralizante parábola cristiana y que, se decía, había preparado la escenificación del bautismo católico de Bergman utilizando la misma concha que da nombre a la playa y premios cinematográficos de San Sebastián: no podía ni imaginar, entonces, la contundente declaración de ateísmo contenida en Los comulgantes y prolongada en la obra posterior de Bergman desde El silencio hasta Fanny y Alexander.
Lo cierto es que Bergman, por boca de un pastor luterano en que todo el mundo ve la imagen de su padre, echa abajo el planteamiento cristiano, y antes platónico, del sentido y valor de la existencia: aceptar a Dios es resignarse a vivir en la oscuridad negando la parte de realidad que simplemente “no encaja” en la idea de un Dios personal pendiente de mí (“el dios-araña”, el monstruo que uno crea a su imagen y semejanza, que ya aparecía en Como en un espejo, puesta en escena de un delirio neurótico que algunos despistados interpretaban como anhelo de trascendencia, quizá por el único motivo de que la película se abría con una cita de San Pablo). Por el contrario, cuando apartamos el dogma y aceptamos como hipótesis la no existencia de Dios, entonces todo se llena de significado:
“Si Dios no existiera, ¿qué más da? La vida cobra sentido… La muerte se vuelve una extinción, el sufrimiento no necesita una explicación… No hay creador, ni Dios Padre, ni finalidad.”
Y ya podemos hablar de cine, cosa que no hemos hecho hasta ahora, puesto que el pastor que pronuncia estas palabras deja de estar encuadrado en la imagen de Cristo en la cruz y su rostro aparece repentinamente iluminado: por fin se ha liberado de una existencia crucificada, finalmente ha encontrado la verdad, súbita y físicamente se ha hecho la luz. La cámara lo registra: expresión o más bien subrayado visual de una idea abstracta, ¿no es eso la más pura esencia del cine? Que se lo pregunten a Eisenstein o a Hitchcock.
Y uno no puede dejar de preguntarse ¿de dónde viene esa luz, si hemos declarado imposible cualquier forma de revelación o iluminación?, ¿quién puede revelar si no hay un Dios que se preocupe de nosotros y nos comunique esa verdad que no podemos alcanzar solo con los medios de que disponemos? La misma luz que según Agustín de Hipona es la huella de la presencia divina en el alma, la mismísima capacidad racional que solo puede operar buscando necesidad y permanencia en lo temporal y sensible, actúa según Bergman negando el fundamento último de su posibilidad, lo absolutamente otro que es además fuente de sentido y valor para lo contingente.
Bergman tuvo el gran mérito de coger el toro por los cuernos: en vez de acogerse al siempre fácil recurso de denunciar la hipocresía o corrupción del clero (como hacen tantas otras películas que pretenden ser ataques a la religión pero se quedan en panfletos anticlericales) nos muestra a un representante oficial de la Iglesia que ya no puede creer los dogmas que predica pero tampoco es capaz de renunciar a una forma de vida que da por supuesta la fe en esos dogmas. Como el Manuel Bueno de Unamuno. No podemos odiarle pues comprendemos demasiado bien[1] su lucha interior, más bien nos inspira una lástima que acaso podríamos referir a todos nosotros.



ATENCIÓN: Si usted vive en Andorra, Angola, Argelia o en cualquiera de los otros 74 países donde Youtube ha bloqueado el vídeo por problemas de derechos de autor, puede ver el fragmento de Los comulgantes aquí.

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