Y
van pasando los años, y ya has ido juntando ¿cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta y tantos...?, y te acuerdas como si fuera ayer de cuando cumpliste los veinte y algún
aguafiestas te explicó que a partir de ese momento los años pasarían sin que te
enteraras, y por fin te has dado cuenta de que tenía razón, y has visto que cada
vez más gente que ha significado mucho en tu vida desaparece de ella para siempre,
y empiezas a pensar que esto de la muerte no es ninguna tontería y que está más
cerca de lo que siempre habías querido creer, y te resistes a proclamar
solemnemente que “envejecer es una puta mierda” (Sabina dixit) porque todavía finges
estar convencido de que algo bueno debe de tener llegar a donde has llegado, y miras hacia
atrás y piensas en lo que ha sido tu vida y en lo que esperabas que fuera, y
constatas la enorme diferencia entre una cosa y la otra, y te preguntas ¿para
qué he vivido?, pregunta que transformas en seguida en esta otra: ¿para qué
estoy viviendo?, como queriendo autoconvencerte de que esto todavía no ha
acabado y que lo mejor está todavía por llegar aunque la realidad desmienta
esta creencia en los mil ejemplos que conoces, y haces de ese ¿para qué? la
clave decisiva que esconde el valor de la existencia, lo que hace que, en el
fondo, sí importe vivir o haber
vivido, y finalmente quieres creer que ese valor no terminará en nada como tus
pobres huesos y que siempre serás algo más que un pensamiento perdido entre
tantos pensamientos que alguien pensó una vez pero de los que ya nadie se
acuerda…
Existencia crucificada. |
Y
entonces redescubres lo que ya sabía Platón: que solo puede haber valor y
sentido reales si están sostenidos en la permanencia, pues de otra forma todo
pasa y nada queda, lo que hoy vale mucho mañana será una puta mierda, y en
cuestión de pocos años todo (lo que sentimos, pensamos, vivimos y somos) dará
literalmente lo mismo. No valen medias tintas: o todo acaba engullido por la
corriente del devenir, o hay un valor que perdura, que no puede ser otro
distinto de lo que hemos dado en llamar Dios. Por eso “si Dios no existe todo está
permitido” no significa que Dios sea el vigilante plasta al que hay que
suprimir para ser libres y respirar lejos de asfixiantes prohibiciones, sino
algo mucho más serio y profundo en lo que no queremos pensar: que si la
eternidad solo es una fantasía urdida por el mortal que no soporta tener que
morir, todo valor acabará desapareciendo y cualquier juicio sobre la importancia
de algo solo es una forma de autoengaño, un no querer asumir que nada importa
cuando la muerte tiene la última palabra y la única definitiva. Palabra que
todos sabemos que solo puede ser una: no-ser; o lo que es lo mismo: nada.
Cuando
a sus cuarenta y pocos años Ingmar Bergman rueda Los comulgantes es muy consciente de las implicaciones
existenciales del problema de Dios, que ya había abordado en otras películas
suyas como El séptimo sello y Como en un espejo, tan seria y dramáticamente (pues dramático es este
problema, como lo fue para Nietzsche, para todo el que no sea un frívolo o un enano
mental) que, dentro del mundo eclesiástico, hay quien, como el padre Carlos
María Staehlin, da por descontada una inmediata y explícita conversión
religiosa del cineasta sueco. Pobre padre Staehlin, jesuita, censor y crítico
de cine, responsable de alterar los diálogos y añadir fondos musicales en El manantial de la doncella a fin de
transformar una durísima historia de violación, asesinato y posterior venganza
en una moralizante parábola cristiana y que, se decía, había preparado la escenificación
del bautismo católico de Bergman utilizando la misma concha que da nombre a la
playa y premios cinematográficos de San Sebastián: no podía ni imaginar,
entonces, la contundente declaración de ateísmo contenida en Los comulgantes y prolongada en la obra
posterior de Bergman desde El silencio hasta
Fanny y Alexander.
Lo
cierto es que Bergman, por boca de un pastor luterano en que todo el mundo ve
la imagen de su padre, echa abajo el planteamiento cristiano, y antes platónico, del
sentido y valor de la existencia: aceptar a Dios es resignarse a vivir en la
oscuridad negando la parte de realidad que simplemente “no encaja” en la idea
de un Dios personal pendiente de mí (“el dios-araña”, el monstruo que uno crea
a su imagen y semejanza, que ya aparecía en Como
en un espejo, puesta en escena de un delirio neurótico que algunos despistados
interpretaban como anhelo de trascendencia, quizá por el único motivo de que la
película se abría con una cita de San Pablo). Por el contrario, cuando
apartamos el dogma y aceptamos como
hipótesis la no existencia de Dios, entonces todo se llena de significado:
“Si
Dios no existiera, ¿qué más da? La vida cobra sentido… La muerte se vuelve una
extinción, el sufrimiento no necesita una explicación… No hay creador, ni Dios
Padre, ni finalidad.”
Y
ya podemos hablar de cine, cosa que no hemos hecho hasta ahora, puesto que el
pastor que pronuncia estas palabras deja de estar encuadrado en la imagen de
Cristo en la cruz y su rostro aparece repentinamente iluminado: por fin se ha
liberado de una existencia crucificada, finalmente ha encontrado la verdad, súbita
y físicamente se ha hecho la luz. La
cámara lo registra: expresión o más bien subrayado visual de una idea abstracta, ¿no es eso la más pura esencia del
cine? Que se lo pregunten a Eisenstein o a Hitchcock.
Y
uno no puede dejar de preguntarse ¿de dónde viene esa luz, si hemos declarado
imposible cualquier forma de revelación o iluminación?,
¿quién puede revelar si no hay un Dios que se preocupe de nosotros y nos
comunique esa verdad que no podemos alcanzar solo con los medios de que
disponemos? La misma luz que según Agustín de Hipona es la huella de la
presencia divina en el alma, la mismísima capacidad racional que solo puede
operar buscando necesidad y permanencia en lo temporal y sensible, actúa según
Bergman negando el fundamento último de su posibilidad, lo absolutamente otro
que es además fuente de sentido y valor para lo contingente.
Bergman
tuvo el gran mérito de coger el toro por los cuernos: en vez de acogerse al siempre fácil recurso de denunciar la hipocresía o corrupción del clero (como hacen tantas otras películas que pretenden
ser ataques a la religión pero se quedan en panfletos anticlericales) nos muestra a un
representante oficial de la Iglesia que ya no puede creer los dogmas que
predica pero tampoco es capaz de renunciar a una forma de vida que da por
supuesta la fe en esos dogmas. Como el Manuel Bueno de Unamuno. No podemos
odiarle pues comprendemos demasiado bien[1]
su lucha interior, más bien nos inspira una lástima que acaso podríamos referir
a todos nosotros.
ATENCIÓN: Si usted vive en Andorra, Angola, Argelia o en cualquiera de los otros 74 países donde Youtube ha bloqueado el vídeo por problemas de derechos de autor, puede ver el fragmento de Los comulgantes aquí.
[1]
Recordemos que, para Nietzsche, la “muerte de Dios” no es otra cosa que la
imposibilidad psicológica de creer en Dios o, para decirlo con sus palabras,
que “la fe en el Dios cristiano se ha hecho increíble” (El gay saber,
libro V, par. 343).
Entradas anteriores de la serie:
Una pausa en la batalla (Río Bravo)
Bosques de bambú, damas marciales y toques zen (A touch of zen).
Odiar el desierto por no tener agua (La venganza de Ulzana).
Lecciones de Cine para preadolescentes (El padrino).
Lo que las palabras no dicen (Centauros del desierto).
Mentiras piadosas para mentes infantiles (La vida es bella).
¡Toma montaje de atracciones! (El nacimiento de una nación, El acorazado Potemkin).
El travelling como filosofía de la vida (Frenesí).
Calderero, sastre, soldado... (El topo).
Entradas posteriores:
En la puerta de Rashomon vivía un demonio... (Rashomon).
Decir y mostrar, o cómo se construyen los relatos (Fort Apache)
Entradas anteriores de la serie:
Una pausa en la batalla (Río Bravo)
Bosques de bambú, damas marciales y toques zen (A touch of zen).
Odiar el desierto por no tener agua (La venganza de Ulzana).
Lecciones de Cine para preadolescentes (El padrino).
Lo que las palabras no dicen (Centauros del desierto).
Mentiras piadosas para mentes infantiles (La vida es bella).
¡Toma montaje de atracciones! (El nacimiento de una nación, El acorazado Potemkin).
El travelling como filosofía de la vida (Frenesí).
Calderero, sastre, soldado... (El topo).
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En la puerta de Rashomon vivía un demonio... (Rashomon).
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