miércoles, 5 de julio de 2017

Momentos estelares de la historia del cine (I): Una pausa en la batalla.



Amo el cine y amo la música, pero (salvo dos o tres excepciones) detesto el cine musical: aparente paradoja, que sin embargo no resulta extraña entre cinéfilos, me he encontrado a más de uno en ese mismo caso. Y en este género tan poco atractivo, al menos para mi humilde persona, lo que más insoportable me resulta son esos terribles momentos en que la acción se interrumpe sin motivo, o con motivo insuficiente, y el actor o actriz (casi siempre doblado) se pone a cantar. Vergüenza ajena.
No hay regla sin excepción (¿ni siquiera tiene excepción la regla que dice que "no hay regla sin excepción"?) y podría citar un par de casos en que actores cantando no destrozan la película: por ejemplo, me parecen indiscutiblemente adecuadas y coherentes con la historia narrada las canciones de Clint Eastwood en El aventurero de medianoche (una de sus películas menos conocidas y por tanto injustamente subvalorada) y, por supuesto, creo que roza lo sublime la escena elegida para esta entrada, primera entrega de una serie que espero larga y que he titulado "Momentos estelares de la historia del cine".
Pongamos cada cosa en su contexto. Río Bravo no es un musical, sino un western. Es la historia de un sherif (John Wayne) que, simplemente, cumple con su deber resistiendo presiones y amenazas, con la única ayuda de un viejo (Walter Brennan), un borracho (Dean Martin) y un cantante guaperas metido a pistolero (Ricky Nelson), sin pretender implicar al resto de sus conciudadanos en la defensa de la ley y el orden: vamos, lo contrario de Solo ante el peligro cuyo argumento, según dicen, indignó tanto a Howard Hawks que no se quedó tranquilo hasta haberle dado una réplica adecuada. Réplica muy superior a lo replicado, todo hay que decirlo.
Atrincherado en una comisaría convertida en fortaleza, el grupo (tras haber apresado al hermano del cacique local) se dispone a resistir los intentos de liberar al preso. En esa situación de forzado encierro de unos hombres conscientes de poder morir en cualquier momento, la música vehicula el compromiso de cuatro individualidades en favor de la justicia. Amistad viril, tal vez lo más parecido a una familia que Hawks fue capaz de imaginar.



La añoranza de libertad brota naturalmente en el espacio cerrado. Las canciones no interrumpen la historia, la densifican. Nos emocionamos con los hombres que aceptan que su vida solo cobra valor cuando se pone en riesgo. Y compartimos gustosos la camaradería no buscada, sino surgida por pura necesidad.
Por supuesto, la escena permite mil lecturas ideológicas: la mención del rifle como símbolo de libertad personal despierta columbinianas reminiscencias y nos lleva a recordar otras figuras del cine y la política como Charlton Heston y su National Rifle Association, asimismo es fácil malpensar que esos lazos grupales tan fuertes como masculinos podrían ser indicio de homosexualidad reprimida. De hecho, desde el estudio de Robin Wood (homosexual confeso) sobre Howard Hawks, se ha puesto de moda entre los cinéfilos hablar de la ambigüedad sexual de este. A mí todo eso me da igual: el arte no lo es por la ideología que defiende, ni tampoco por las pulsiones sexuales que expresa o esconde, y si algo debe quedar claro es que Río Bravo es, en el sentido más estricto, arte.
Tan claro está lo último, y lo estaba para el propio Hawks, que este contó la misma historia todavía dos veces más (Eldorado y Río Lobo), pero nunca sería capaz de recuperar la contenida emoción de esos cuatro hombres encerrados y acosados que mataban el tiempo cantando a los símbolos de su irrenunciable libertad, "mi rifle, mi pony y yo".



Entradas posteriores de la serie:
Bosques de bambú, damas marciales y toques zen (A touch of zen).


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