Tinker, Tailor, Soldier, Spy es el título de la novela de John Le Carré comercializada en España como El topo. La
novela ya fue adaptada por la BBC en los años 80, en una serie
protagonizada por Alec Guiness que aquí, curiosamente, conservó el
título original de la obra de Le Carré: "Calderero, sastre, soldado,
espía". Este vaivén de títulos podría explicarse por la referencia del
original a una canción infantil enteramente desconocida en España; ya se
sabe que aquí ha existido gran afición a cambiar o ampliar los títulos
cuando alguna mente lúcida consideraba que los originales no resultaban
lo suficientemente explicativos: ¿cómo va a entender un espectador
español lo que significa Alien si no le añadimos El octavo pasajero?, y si lo de Rosemary's baby no queda claro del todo, solucionémoslo contando toda la película en el nuevo título La semilla del diablo...
Arbitrariedades aparte, todo el mundo considera El topo
como una novela de espías, lo que debería traducirse en incluir todas
sus adaptaciones en el subgénero cinematográfico "espionaje", que quizá
podríamos definir como "suspense con trasfondo político". Nada que
objetar, de hecho la adaptación de Tomas Alfredson que nos ocupa
probablemente sea una de las mejores películas de espías jamás realizada
(la segunda, después de Con la muerte en los talones, si es que
incluimos a esta última dentro del subgénero). Pero no es solo eso y
este "algo más" que, a mi entender, constituye la esencia de esta
versión de la novela (y que la diferencia de la propia novela y de las
otras versiones) no se capta hasta el final, aunque ciertamente ha sido
anunciado antes mediante diferentes señales.
De forma similar a lo que ocurre con otras películas como El sexto sentido o Mulholland Drive, el final de El topo nos
lleva a ver la historia ya contada con otros ojos: historia de espías,
sí, pero sobre todo una historia de amor que se ha desplegado ante
nuestras narices sin que nos hayamos enterado, y que vemos resumida en
dos cruces de miradas ocurridos en tiempos distintos (años 70 y 80) y,
en la película, separados por apenas unos segundos. Es este excepcional
final sin más sonido que la música de fondo, la misma escuchada en la
fiesta del añorado "tiempo feliz" y que se prolonga envolviendo una
elipsis de varios años, puro cine únicamente sostenido por las miradas
que dicen lo que las palabras no pueden decir: miradas que preguntan,
que invitan, que comprenden y, finalmente, que aceptan resignadamente lo
que tiene que ocurrir.
Una vez me preguntaron cuál era mi película de amor preferida, y yo respondí: El topo.
En esa ocasión mi interlocutora se mostró sorprendida. Creo que
cualquiera que vea o recuerde la película entera desde la perspectiva que únicamente proporciona
la última secuencia (y que, repito, está casi ausente en la novela), estará en condiciones de entender mi respuesta.
Entradas anteriores de la serie:
Lo que las palabras no dicen (Centauros del desierto).
Mentiras piadosas para entendimientos infantiles (La vida es bella).
¡Toma montaje de atracciones! (El nacimiento de una nación, El acorazado Potemkin).
El travelling como filosofía de la vida (Frenesí).
Entradas posteriores:
Si Dios no existiera... (Los comulgantes).
En la puerta de Rashomon vivía un demonio... (Rashomon).
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