La quimera del oro es una película de
1925, diez años posterior a El nacimiento
de una nación y realizada prácticamente a la vez que los ejemplos más
conocidos del expresionismo alemán y el cine revolucionario soviético. Cito
estas referencias porque, comparada con ellas, no se puede decir que La quimera del oro suponga un hito en la
historia del lenguaje cinematográfico. De hecho, si excluimos los
espectaculares planos de exteriores, sobre todo los colocados al principio de
la película y que con toda seguridad no vienen de la mano de Chaplin, lo que
tenemos es una sucesión de escenas fuertemente teatrales y de gags
protagonizados por el propio Chaplin (la bota, los panecillos…) de comicidad
dudosa, por más que esto quizá sea cuestión de gustos y es más prudente no
disentir demasiado de la opinión crítica mayoritaria.
La escena de la cabaña es quizá el ejemplo más claro de aplastante teatralidad. La cabaña es literalmente un escenario en que falta la famosa cuarta pared, sustituyendo aquí el ojo de la cámara al espectador de teatro. Ni un solo momento abandona la cámara su posición equivalente a la butaca del espectador, lo más que hace es aproximarse más o menos a los personajes (también en el teatro se puede estar en primera fila o en lo más alto del “gallinero”). No hay ningún “salto del eje”: la derecha es siempre la derecha y la izquierda siempre la izquierda, pero eso no se debe a un exquisito cuidado del raccord (que es violado sin escrúpulos, cuando un cuchillo que Chaplin acaba de esconder reaparece sobre la mesa un par de planos después), sino a la vigencia de las convenciones teatrales que Chaplin se resiste a abandonar.
Pero lo peor no es que la película sea teatral, sino que contagió su teatralidad a otras muestras del género cómico que no tenían por qué seguir ese camino (¿por qué Chaplin fue y sigue siendo más valorado que Keaton?, las malas lenguas dicen que Chaplin-director cortó varios planos de Candilejas en los que Keaton dejaba a Chaplin-actor a la altura del betún). Incluso una película de animación como Los tres cerditos no puede ocultar la (mala) influencia de Chaplin en esa lucha por la posesión de la cabaña que se entabla entre el lobo feroz y cada uno de los tres porcinos personajes. La diferencia, a favor de Los tres cerditos, es que este último es un cortometraje de diez minutos de ritmo endiabladamente rápido y que sigue siendo tan divertido hoy como hace noventa años, mientras que La quimera del oro, aunque tiene partes que todavía se ven con gusto, ha envejecido mucho más porque probablemente ya nació vieja.
En su última película como actor protagonista, Un rey en Nueva York, Chaplin todavía confiaba en su gestualidad sin palabras para lograr efectos cómicos. Es una lástima que nunca llegara a entender que esos recursos están bien en el teatro más astracanesco, pero que el cine, incluso el cine cómico, es otra cosa.
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