1 de noviembre de 2016: entro en una iglesia de Madrid
donde un cura relativamente joven dedica más de media homilía a predicar contra
los “mamarrachos” que celebran Halloween disfrazados de bruja, zombi, fantasma
o vampiro. Hay que volver a “lo nuestro”, la victoria de “lo santo” (Holy wins, lo han
bautizado en una espectacular demostración de ingenio), y, en todo caso,
recuperar tradiciones como los huesos de santo, los buñuelos de viento (no me
lo estoy inventando, de verdad), Don Juan Tenorio
y El monte de las
ánimas, donde (creo recordar) también hay aparecidos y seres de ultratumba,
pero al parecer estos están “bendecidos” por una tradición de varios siglos,
católica e hispánica, por supuesto.
Hace unos días, han recibido el Premio Sajarov dos mujeres capturadas
por Daesh, que previamente había ejecutado a todos los varones de sus aldeas, y
convertidas en esclavas sexuales durante años. ¿Su crimen? Seguir una religión
distinta del islam, el yazidismo, que venera al Ángel Caído y que todos los
fundamentalistas identifican con satanismo. En realidad, lo que esta religión
predica es que dicho Ángel Caído, tras haber pecado y ser expulsado del paraíso
por Dios, se arrepintió y con sus lágrimas apagó las llamas del infierno, por
lo que Dios le perdonó y le devolvió su originaria condición de ángel bueno.
A mí las creencias de estos yazidíes, objeto de una genocida
persecución por parte de los yihadistas, me recuerdan la doctrina de Orígenes,
“santo padre” oficialmente no canonizado pero mucho más santo que otros como
Atanasio o Cirilo (asesinos de Arrio e Hipatia, respectivamente) que sí lo
están, tan ingenuo el pobre que se castró por entender al pie de la letra la
cita evangélica sobre los eunucos que se auto-emasculan por amor al reino de
los cielos, y que confiaba tanto en la bondad de Dios que esperaba la apocatástasis o
restauración de todas las cosas, incluyendo la salvación final de los demonios.
Y yo digo con Orígenes: a mí que no me vengan con milongas ni me hablen de
justicias divinas muy por encima de la comprensión humana, si existen seres
vivientes como hombres, demonios o habitantes de la galaxia más lejana
destinados a sufrir eternamente en un infierno que no se apaga, eso sería una
señal inequívoca de que la salvación de Jesucristo no ha alcanzado a todos, y
por tanto ha fracasado.
Una de dos: o bien el infierno está vacío, o bien se apagará
alguna vez. Repugna a la razón creer que cualquier pecado, necesariamente
nacido de la contingencia y la finitud, merece un castigo infinito. Y decir que Dios es tan sádico que castiga infinitamente a una pobre criatura finita es la peor blasfemia, mucho peor que negar su existencia (¿cómo podría insultar a Dios quien dice que no existe?), es escupir a Dios en la cara o convertir su santo nombre en objeto de mofa y escarnio.
La religión, o cierta parte de la religión, o alguna
interpretación de la religión institucionalmente defendida, ha vivido durante
mucho tiempo del miedo al infierno y mucha gente ha tenido que proteger su
salud psicológica contra este miedo riéndose de la muerte y, sobre todo,
burlándose del más allá. Este mecanismo de defensa es lo que ha dado origen a
Halloween y a otras expresiones culturales que nadie tiene derecho a condenar,
y menos a considerarlas “paganas” pues son, al fin y al cabo, hijas del
cristianismo y del terror al más allá que sus representantes oficiales han
inoculado en las indefensas mentes de las personas que necesitan la religión
para vivir.
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