“Todo lo que te vende
es bueno, excepto el bourbon quizá: ese siempre sabe como si lo hubieran
filtrado por un cadáver.”
D. Hammett: Cosecha roja.
Dashiell Hammett y Lillian Hellman |
Quizá
no haya mejor ejemplo de talento echado a perder por desidia pura y dura que el
de Dashiell Hammett. Dotado de una prodigiosa capacidad de narrar, concisa y
eficaz, en que las metáforas contundentes, la abundancia de verbos y los
diálogos directos y realistas sustituyen con ventaja a las largas descripciones
evitando de paso el aburrimiento del lector, la empleó en relatos policíacos
seguramente porque era lo único de lo que podía escribir con conocimiento de
causa[1]. A
medida que fue ganando fama como escritor, sus obras fueron espaciándose hasta
que simplemente desaparecieron engullidas en un agujero negro de alcohol,
drogas, sexo de burdel, soledad autoinfligida por abandono de mujer e hijas,
amantes más o menos duraderas (la más conocida: Lillian Hellman), autocompasión
y mala conciencia disimulada bajo un barniz de compromiso político… que,
curiosamente, terminaría llevándole a la cárcel.[2]
Experto
en no perder el tiempo, sus relatos nos introducen desde las primeras líneas en
el meollo del asunto:
“Cuando el detective
del Hotel Montgomery hubo cobrado su participación del contrabandista que
suministraba los licores al establecimiento, participación que cobró en
mercancía en vez de en dinero, se la bebió, se quedó dormido en el vestíbulo y
le pegaron un tiro.”
Así
comienza uno de sus relatos y, bien pensado, así podría terminar: en tres
líneas ha contado más (y, sobre todo, mejor) que otros muchos en mil páginas. Contar
lo máximo posible con un mínimo de palabras, esta es o sería la divisa de
Hammett si este fuera consciente de sus propias motivaciones para escribir, y
debería ser la de todos los que se dedican a esto, salvo
quizá unos pocos que entienden la literatura como puro juego de formas sin
significados.
Otro
ejemplo, este tomado de Ciudad de
pesadilla:
“Steve Threefall se despertó sin sorprenderse demasiado por la extrañeza de lo que le rodeaba, como suele ocurrirle a quien ya se ha despertado antes en lugares ajenos. Antes de abrir los ojos del todo, ya conocía los datos básicos de su situación. El tacto del catre en que dormía y el olor agudo del desinfectante en sus fosas nasales le dijeron que estaba en la cárcel. La cabeza y la boca le dijeron que había estado borracho; y el rastrojo de barba de tres días en la cara le dijo que había estado muy borracho.”
¿Hemos
hablado de motivaciones? Hammett tiene fama de duro, no excesivamente pendiente del lado emotivo de sus
personajes, pero un examen más atento nos lo descubre más bien como pudoroso, el que tiene en cuenta los
sentimientos y virtudes de los detectives protagonistas[3] pero
se avergüenza de exhibirlos a la siempre curiosa mirada del lector.
“¿Y qué razón aconseja hacer lo contrario [dejar libre a la amante-asesina]? Tan solo una: que quizá me quieres, y que tal vez yo te quiera a ti… Si te entrego a la policía, lo sentiré muy de veras, tendré noches horribles…, pero pasará... Escucha esto: lo voy a hacer porque, ¡maldita seas!, ya contabas tú con que yo sentiría lo que siento, como lo calculaste con todos los demás.”
Ninguna persona dotada de sentimientos
puede ignorar los de Spade en el clímax de El halcón maltés, so pena de no entender absolutamente nada de lo
que se está narrando. Por supuesto, Hammett cuenta con la empatía del lector, su
identificación con el protagonista (con mayor motivo si este es, como sucede en
casi todos sus relatos, sujeto de la narración), pero no la explota haciendo
una exhibición casi pornográfica de emociones desatadas. Hammett, menos conductista de
lo que casi siempre se dice, no niega el conflicto interior. Sabemos que Spade siente, pues precisamente la
fuerza de la escena reside en saber que actúa a pesar de sus sentimientos: al hablar de sus motivaciones el personaje enumera
una serie de cálculos de conveniencias (se supone que uno debe vengar a su
socio, sería mal negocio para un detective dejar escapar al delincuente una vez
que lo atrapa, se arriesga a una condena por complicidad…), pero por debajo de
estos cálculos adivinamos un casi kantiano sentido del deber, también muy
pudorosamente expuesto:
“No estés tan segura de que tengo tan poca honradez como algunos dicen...”.
La historia personal de Hammett fue también llevada
al cine: además de aparecer como personaje secundario en la película Julia (Fred Zinnemann, 1977) Wim Wenders
se hizo cargo de su homenaje cinematográfico en Hammett, aquí retitulada El hombre de Chinatown como un (bastante
fallido) intento de rentabilizar el merecido éxito comercial del film de
Polanski, recuperación en los 70 y a un nivel similar de calidad de grandes
obras del cine negro, algunas de ellas adaptaciones del mismo Hammett como la ya
citada El halcón maltés. Por
supuesto, el homenaje de Wenders apenas tiene que ver con el verdadero Hammett,
que ya es sobradamente homenajeado cada vez que se adapta al cine, a la
televisión o al cómic cualquiera de sus relatos.
La
palma de las adaptaciones explícitas[4],
en calidad y en cantidad, se la lleva El
halcón maltés: tres veces llevada al cine, sin contar alguna que otra producción
televisiva, aunque casi todo el mundo conoce únicamente la versión de John
Huston de 1941, con Humphrey Bogart como Sam Spade; versión que llevaría a la
errónea creencia de que Sam Spade es el detective de Hammett (como
Marlowe, también encarnado por Bogart, lo es de Chandler) cuando solo aparece
en esta novela y en tres relatos cortos, mientras que el anónimo “agente de la
Continental” es protagonista de 36 relatos y de dos novelas, Cosecha roja y La maldición de los Dain[5].
En los años 30-40 también fueron adaptadas La
llave de cristal y la más conocida El
hombre delgado, policíaco bastante convencional protagonizado por un
matrimonio de detectives, Nick y Nora Charles, cuyo relativo éxito propició
algunas continuaciones ya sin Hammett, y que, para no perder la costumbre, en
España recibió títulos tan “originales” (o sea, extravagantes) como La araña, La cena de los acusados o Ella,
él y Asta.
Portada de "Cosecha roja" (Red harvest) |
Aterricemos
por último brevemente en Cosecha roja,
publicada como novela en 1929, que marca claramente la transición entre dos
formas de relato policíaco, el clásico whodunit[6]
y la todavía incipiente crónica de gangsters. Como whodunit, la novela podría
concluir hacia la mitad del séptimo capítulo, donde se revela la identidad del
asesino de la hasta entonces única víctima, pero la segunda parte de este mismo
capítulo da paso al verdadero argumento de la novela, el enfrentamiento violento
entre bandas de criminales que el detective protagonista performativamente anuncia,
o sea, provoca con estas palabras:
“Ahora
me voy a divertir yo. Tengo sus diez mil dólares para jugar con ellos. Y los
voy a utilizar para abrir Poisonville en canal, desde la nuez a los tobillos.”
Estamos
en plena Ley Seca, lo que no impide que el protagonista del relato (que, no lo
olvidemos, es lo más parecido a un defensor de la ley y el orden que vamos a
encontrar, pues la policía está del lado del crimen) acuda a su misión provisto
siempre de una botella de whisky en el bolsillo[7].
Desde finales de su etapa muda (La ley
del hampa) y sobre todo en los inicios del sonoro (Las calles de la ciudad, Scarface,
El enemigo público) el cine se hace
eco de las andanzas de criminales organizados en bandas ofreciendo historias de
gran violencia aderezadas por tiroteos y persecuciones en que las
ametralladoras y automóviles aportan cierto toque de modernidad sustituyendo a
los caballos y revólveres de las películas del oeste. Hammett escribe Cosecha roja como pensando en el cine:
la mirada del detective es como una cámara que registra instantáneamente
rostros y detalles, el movimiento de los cuerpos, los impactos de las balas…, registro
filtrado por un doble pudor: la no exhibición de sentimientos ni de
pensamientos más allá de lo inmediatamente evidente.
“Me
fui preguntándome por qué la verde puntera de su chinela izquierda estaba
oscurecida y mojada con algo que bien pudiera ser sangre.”
Enunciado
fácilmente traducible cinematográficamente en un primer plano del rostro del
agente seguido de un plano de detalle de la mencionada punta de chinela. Los
ejemplos pueden multiplicarse, lo que hace todavía más sorprendente que, siendo
seguramente su novela más importante y visual, no haya sido nunca objeto de una
adaptación cinematográfica directa.
“La
primera persona a quien oí llamar Poisonville a la ciudad de Personville fue un
zafrero pelirrojo…, pero también cambiaba en diptongos otras erres y no presté
atención a lo que hiciera con el nombre de la ciudad. Más tarde escuché a otros
hombres capaces de hacérselas con las erres pronunciar el nombre de igual
manera…”
Nos
hallamos ante uno de los inicios de novela más sugerentes de la literatura contemporánea. Su
mérito es dirigir nuestra mirada haciendo que atendamos a lo relevante pero sin
imponerlo como una necesidad física, sin ponerlo a la fuerza ante nuestros
indefensos apéndices nasales. Personville, imaginaria localización de la
novela, es llamada Poisonville,
“ciudad venenosa”: adivinamos antes que el propio detective (siempre un paso
por detrás de él mismo como narrador en primera persona, pudoroso también a la
hora de contar lo que no es necesario saber hasta el momento preciso en que no
queda más remedio que contarlo) que su misión es curarla de ese veneno, la
corrupción generalizada. Es el muy hammetiano arte de contar sin contar o, lo
que es lo mismo, de respetar al lector considerándolo un sujeto pensante y no
un idiota incapaz de entender nada sin subrayados innecesarios.
[1]
Trabajó como detective para Pinkerton, agencia que en sus relatos aparece
apenas disfrazada como “la Continental”.
[2]¿Un caso
similar? Solo se me ocurre el del historietista Manuel Vázquez, homenajeado por
Óscar Aibar y Santiago Segura en El gran
Vázquez y del que su compañero/competidor F. Ibáñez dijo una vez: “Podría
haber sido el mejor de todos, podría haber llegado mucho más lejos que yo, pero
no le dio la gana”. Reservo para mejor ocasión, probablemente en este mismo
blog, mis comentarios sobre Vázquez e Ibáñez y, en general, sobre la “edad de
oro” del cómic español, entonces llamado “tebeo” y ligado especialmente a la
Editorial Bruguera a pesar de que la publicación que dio nombre al género (TBO)
no pertenecía a dicha editorial.
[3]
Equivalentes contemporáneos de los caballeros andantes medievales, como ya he
expuesto en otra entrada.
[4]
Hay películas que, aun no siendo adaptaciones aproximadamente literales de
algún relato, están claramente inspiradas en la obra de Hammett: no puede
entenderse Yojimbo de Kurosawa (y sus
remakes a cargo de Sergio Leone y
Walter Hill, respectivamente Por un
puñado de dólares y El último hombre)
sin Cosecha roja, lo mismo que Miller´s crossing de los Coen (aquí
conocida como Muerte entre las flores)
se encuentra argumentalmente a medio camino entre la misma Cosecha roja y La llave de
cristal.
[5]
La maldición de los Dain fue
versionada para televisión en los años 70, con James Coburn como el anónimo
agente que en la serie fue bautizado como Hamilton Nash.
[6]
Contracción de who´s done it?,
traducible como ¿quién lo ha hecho?,
este término se refiere a las historias policíacas en que un inteligente
detective averigua, utilizando la lógica y la observación a partir de pistas
conocidas por el lector o espectador, la identidad del criminal.
[7]
En realidad, la llamada “Ley Seca” (nombre que se dio a la Enmienda 18 a la
Constitución de Estados Unidos, vigente desde 1920 hasta 1933) no prohibía el
consumo de bebidas alcohólicas, pero sí su fabricación, transporte y venta.
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