domingo, 1 de abril de 2018

Dashiell Hammett: la literatura pudorosa

“Todo lo que te vende es bueno, excepto el bourbon quizá: ese siempre sabe como si lo hubieran filtrado por un cadáver.”
D. Hammett: Cosecha roja.

Dashiell Hammett y Lillian Hellman
Quizá no haya mejor ejemplo de talento echado a perder por desidia pura y dura que el de Dashiell Hammett. Dotado de una prodigiosa capacidad de narrar, concisa y eficaz, en que las metáforas contundentes, la abundancia de verbos y los diálogos directos y realistas sustituyen con ventaja a las largas descripciones evitando de paso el aburrimiento del lector, la empleó en relatos policíacos seguramente porque era lo único de lo que podía escribir con conocimiento de causa[1]. A medida que fue ganando fama como escritor, sus obras fueron espaciándose hasta que simplemente desaparecieron engullidas en un agujero negro de alcohol, drogas, sexo de burdel, soledad autoinfligida por abandono de mujer e hijas, amantes más o menos duraderas (la más conocida: Lillian Hellman), autocompasión y mala conciencia disimulada bajo un barniz de compromiso político… que, curiosamente, terminaría llevándole a la cárcel.[2]

Experto en no perder el tiempo, sus relatos nos introducen desde las primeras líneas en el meollo del asunto:

“Cuando el detective del Hotel Montgomery hubo cobrado su participación del contrabandista que suministraba los licores al establecimiento, participación que cobró en mercancía en vez de en dinero, se la bebió, se quedó dormido en el vestíbulo y le pegaron un tiro.”
 
Hammett haciendo como que escribe (no publicó nada en 30 años)
Así comienza uno de sus relatos y, bien pensado, así podría terminar: en tres líneas ha contado más (y, sobre todo, mejor) que otros muchos en mil páginas. Contar lo máximo posible con un mínimo de palabras, esta es o sería la divisa de Hammett si este fuera consciente de sus propias motivaciones para escribir, y debería ser la de todos los que se dedican a esto, salvo quizá unos pocos que entienden la literatura como puro juego de formas sin significados. 

Otro ejemplo, este tomado de Ciudad de pesadilla:
“Steve Threefall se despertó sin sorprenderse demasiado por la extrañeza de lo que le rodeaba, como suele ocurrirle a quien ya se ha despertado antes en lugares ajenos. Antes de abrir los ojos del todo, ya conocía los datos básicos de su situación. El tacto del catre en que dormía y el olor agudo del desinfectante en sus fosas nasales le dijeron que estaba en la cárcel. La cabeza y la boca le dijeron que había estado borracho; y el rastrojo de barba de tres días en la cara le dijo que había estado muy borracho.”
¿Hemos hablado de motivaciones? Hammett tiene fama de duro, no excesivamente pendiente del lado emotivo de sus personajes, pero un examen más atento nos lo descubre más bien como pudoroso, el que tiene en cuenta los sentimientos y virtudes de los detectives protagonistas[3] pero se avergüenza de exhibirlos a la siempre curiosa mirada del lector.
        “¿Y qué razón aconseja hacer lo contrario [dejar libre a la amante-asesina]? Tan solo una: que quizá me quieres, y que tal vez yo te quiera a ti… Si te entrego a la policía, lo sentiré muy de veras, tendré noches horribles…, pero pasará... Escucha esto: lo voy a hacer porque, ¡maldita seas!, ya contabas tú con que yo sentiría lo que siento, como lo calculaste con todos los demás.”
Ninguna persona dotada de sentimientos puede ignorar los de Spade en el clímax de El halcón maltés, so pena de no entender absolutamente nada de lo que se está narrando. Por supuesto, Hammett cuenta con la empatía del lector, su identificación con el protagonista (con mayor motivo si este es, como sucede en casi todos sus relatos, sujeto de la narración), pero no la explota haciendo una exhibición casi pornográfica de emociones desatadas. Hammett, menos conductista de lo que casi siempre se dice, no niega el conflicto interior. Sabemos que Spade siente, pues precisamente la fuerza de la escena reside en saber que actúa a pesar de sus sentimientos: al hablar de sus motivaciones el personaje enumera una serie de cálculos de conveniencias (se supone que uno debe vengar a su socio, sería mal negocio para un detective dejar escapar al delincuente una vez que lo atrapa, se arriesga a una condena por complicidad…), pero por debajo de estos cálculos adivinamos un casi kantiano sentido del deber, también muy pudorosamente expuesto:
“No estés tan segura de que tengo tan poca honradez como algunos dicen...”.
La historia personal de Hammett fue también llevada al cine: además de aparecer como personaje secundario en la película Julia (Fred Zinnemann, 1977) Wim Wenders se hizo cargo de su homenaje cinematográfico en Hammett, aquí retitulada  El hombre de Chinatown como un (bastante fallido) intento de rentabilizar el merecido éxito comercial del film de Polanski, recuperación en los 70 y a un nivel similar de calidad de grandes obras del cine negro, algunas de ellas adaptaciones del mismo Hammett como la ya citada El halcón maltés. Por supuesto, el homenaje de Wenders apenas tiene que ver con el verdadero Hammett, que ya es sobradamente homenajeado cada vez que se adapta al cine, a la televisión o al cómic cualquiera de sus relatos.

La palma de las adaptaciones explícitas[4], en calidad y en cantidad, se la lleva El halcón maltés: tres veces llevada al cine, sin contar alguna que otra producción televisiva, aunque casi todo el mundo conoce únicamente la versión de John Huston de 1941, con Humphrey Bogart como Sam Spade; versión que llevaría a la errónea creencia de que Sam Spade es el detective de Hammett (como Marlowe, también encarnado por Bogart, lo es de Chandler) cuando solo aparece en esta novela y en tres relatos cortos, mientras que el anónimo “agente de la Continental” es protagonista de 36 relatos y de dos novelas, Cosecha roja y La maldición de los Dain[5]. En los años 30-40 también fueron adaptadas La llave de cristal y la más conocida El hombre delgado, policíaco bastante convencional protagonizado por un matrimonio de detectives, Nick y Nora Charles, cuyo relativo éxito propició algunas continuaciones ya sin Hammett, y que, para no perder la costumbre, en España recibió títulos tan “originales” (o sea, extravagantes) como La araña, La cena de los acusados o Ella, él y Asta.
Portada de "Cosecha roja" (Red harvest)

Aterricemos por último brevemente en Cosecha roja, publicada como novela en 1929, que marca claramente la transición entre dos formas de relato policíaco, el clásico whodunit[6] y la todavía incipiente crónica de gangsters. Como whodunit, la novela podría concluir hacia la mitad del séptimo capítulo, donde se revela la identidad del asesino de la hasta entonces única víctima, pero la segunda parte de este mismo capítulo da paso al verdadero argumento de la novela, el enfrentamiento violento entre bandas de criminales que el detective protagonista performativamente anuncia, o sea, provoca con estas palabras:

“Ahora me voy a divertir yo. Tengo sus diez mil dólares para jugar con ellos. Y los voy a utilizar para abrir Poisonville en canal, desde la nuez a los tobillos.”

Estamos en plena Ley Seca, lo que no impide que el protagonista del relato (que, no lo olvidemos, es lo más parecido a un defensor de la ley y el orden que vamos a encontrar, pues la policía está del lado del crimen) acuda a su misión provisto siempre de una botella de whisky en el bolsillo[7]. Desde finales de su etapa muda (La ley del hampa) y sobre todo en los inicios del sonoro (Las calles de la ciudad, Scarface, El enemigo público) el cine se hace eco de las andanzas de criminales organizados en bandas ofreciendo historias de gran violencia aderezadas por tiroteos y persecuciones en que las ametralladoras y automóviles aportan cierto toque de modernidad sustituyendo a los caballos y revólveres de las películas del oeste. Hammett escribe Cosecha roja como pensando en el cine: la mirada del detective es como una cámara que registra instantáneamente rostros y detalles, el movimiento de los cuerpos, los impactos de las balas…, registro filtrado por un doble pudor: la no exhibición de sentimientos ni de pensamientos más allá de lo inmediatamente evidente.

“Me fui preguntándome por qué la verde puntera de su chinela izquierda estaba oscurecida y mojada con algo que bien pudiera ser sangre.”

Enunciado fácilmente traducible cinematográficamente en un primer plano del rostro del agente seguido de un plano de detalle de la mencionada punta de chinela. Los ejemplos pueden multiplicarse, lo que hace todavía más sorprendente que, siendo seguramente su novela más importante y visual, no haya sido nunca objeto de una adaptación cinematográfica directa.

“La primera persona a quien oí llamar Poisonville a la ciudad de Personville fue un zafrero pelirrojo…, pero también cambiaba en diptongos otras erres y no presté atención a lo que hiciera con el nombre de la ciudad. Más tarde escuché a otros hombres capaces de hacérselas con las erres pronunciar el nombre de igual manera…”

Nos hallamos ante uno de los inicios de novela más sugerentes de la literatura contemporánea. Su mérito es dirigir nuestra mirada haciendo que atendamos a lo relevante pero sin imponerlo como una necesidad física, sin ponerlo a la fuerza ante nuestros indefensos apéndices nasales. Personville, imaginaria localización de la novela, es llamada Poisonville, “ciudad venenosa”: adivinamos antes que el propio detective (siempre un paso por detrás de él mismo como narrador en primera persona, pudoroso también a la hora de contar lo que no es necesario saber hasta el momento preciso en que no queda más remedio que contarlo) que su misión es curarla de ese veneno, la corrupción generalizada. Es el muy hammetiano arte de contar sin contar o, lo que es lo mismo, de respetar al lector considerándolo un sujeto pensante y no un idiota incapaz de entender nada sin subrayados innecesarios.

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[1] Trabajó como detective para Pinkerton, agencia que en sus relatos aparece apenas disfrazada como “la Continental”.
[2]¿Un caso similar? Solo se me ocurre el del historietista Manuel Vázquez, homenajeado por Óscar Aibar y Santiago Segura en El gran Vázquez y del que su compañero/competidor F. Ibáñez dijo una vez: “Podría haber sido el mejor de todos, podría haber llegado mucho más lejos que yo, pero no le dio la gana”. Reservo para mejor ocasión, probablemente en este mismo blog, mis comentarios sobre Vázquez e Ibáñez y, en general, sobre la “edad de oro” del cómic español, entonces llamado “tebeo” y ligado especialmente a la Editorial Bruguera a pesar de que la publicación que dio nombre al género (TBO) no pertenecía a dicha editorial.
[3] Equivalentes contemporáneos de los caballeros andantes medievales, como ya he expuesto en otra entrada.
[4] Hay películas que, aun no siendo adaptaciones aproximadamente literales de algún relato, están claramente inspiradas en la obra de Hammett: no puede entenderse Yojimbo de Kurosawa (y sus remakes a cargo de Sergio Leone y Walter Hill, respectivamente Por un puñado de dólares y El último hombre) sin Cosecha roja, lo mismo que Miller´s crossing de los Coen (aquí conocida como Muerte entre las flores) se encuentra argumentalmente a medio camino entre la misma Cosecha roja y La llave de cristal.
[5] La maldición de los Dain fue versionada para televisión en los años 70, con James Coburn como el anónimo agente que en la serie fue bautizado como Hamilton Nash.
[6] Contracción de who´s done it?, traducible como ¿quién lo ha hecho?, este término se refiere a las historias policíacas en que un inteligente detective averigua, utilizando la lógica y la observación a partir de pistas conocidas por el lector o espectador, la identidad del criminal.
[7] En realidad, la llamada “Ley Seca” (nombre que se dio a la Enmienda 18 a la Constitución de Estados Unidos, vigente desde 1920 hasta 1933) no prohibía el consumo de bebidas alcohólicas, pero sí su fabricación, transporte y venta.

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