Con
el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que regreses a la tierra… (Génesis
4, 19).
-Papi, ¿qué es eso de regresar a la tierra? –preguntó el pequeño Abel al tiempo que vadeaba el riachuelo que no puede cruzarse dos veces, el mismo que hace muchísimos años, cuando aún no se habían inventado los cercados, las puertas con cerrojo ni las fronteras entre países, señalaba el final del jardín de Edén.
Arrugando
la simiesca faz, su padre cayó entonces en la cuenta de que no tenía la menor
idea.
Al
anochecer de aquel día Adán notó una sensación casi nueva para él: el peso de
sus miembros parecía haber aumentado de golpe, sus párpados se cerraban y él únicamente deseaba dejarse
caer al suelo. Miró alrededor suyo y vio que Eva y los niños yacían inmóviles y
silenciosos. “Esto debe de ser retornar a la tierra”, se dijo pero en seguida
recordó que, poco antes de conocer a Eva, ya había experimentado algo similar y
nunca hasta entonces había llamado así a aquella experiencia. Sin saber muy
bien por qué se tocó el costado y en esa postura dobló primero sus piernas,
incapaces ya de seguir soportando el misteriosamente multiplicado peso, y
después apoyó todo su cuerpo en el duro suelo.
Sin
haber dado un solo paso Adán encontróse de nuevo en el jardín de Edén,
conversando amigablemente, como cada tarde, con el mismo Yahvé y disfrutando
ambos del espectáculo de una naturaleza exuberante donde leones y cabritos
pacían juntos sin molestarse, donde los niños pequeños, riendo felices,
introducían sus manitas en las guaridas de cobras y víboras, donde ningún ser
viviente sufría daño por parte de otro y donde la alegría brincaba desde el
corazón e impetuosa corría por los miembros y las entrañas.
No
existía dolor, vergüenza o culpa, ni tampoco las palabras que nombran a estas
experiencias.
Cuando,
ya amanecido, abrió los ojos, Adán notó un gran malestar y supo que necesitaría
inventar nombres para llamar a sentimientos que prefería no tener. Vio que Eva
buscaba su abrazo, pero por primera vez la rechazó:
-Si
nunca te hubiera conocido ahora no estaría sufriendo.
Eva
se apartó de él, se fue lejos y ocultó la cara entre sus manos para que Adán no
la viera llorar. Este comprendió entonces dos cosas: que las palabras sirven
para hacer daño y que algunas veces la compañía hace sufrir más que la soledad.
Noche
tras noche regresaba al jardín de Edén y conversaba con Dios como un amigo lo
hace con otro… o al menos así lo imaginaba, pues Adán nunca supo muy bien qué
es eso de tener un amigo. Esas horas de felicidad eran para él tanto o más
vividas como las que recordaba haber experimentado antes de la expulsión; y
llegó un momento en que no podría asegurar si lo real era lo soñado cuando
cerraba los ojos o aquellos otros recuerdos confusos y apagados de hechos
sucedidos antes de que Adán necesitara soñar por las noches lo que echaba en
falta durante el día.
Pero
una vez el sueño cambió de forma: él mismo no aparecía al principio, Yahvé estaba
solo y ocupaba su tiempo modelando una masa de arcilla. Después vio que la masa
tenía aspecto humano y, al acercar la mirada, vio sus propios rasgos, y vio
también que Dios soplaba sobre sus narices, y que la figura estaba viva y abría
los ojos, y después ya no volvió a ver la figura de arcilla pero sabía que ese
barro era su propia carne, pues había sido hecho del polvo de la madre tierra, y
Yahvé mismo le había nombrado después rey y señor de todos los seres que la
habitaban, y cuando el sol lo despertó estaba convencido de haber estado
soñando lo que había ocurrido de verdad.
Pasó
el tiempo y Adán seguía sin entender lo que significa regresar a la tierra,
aunque había inventado una palabra para nombrar el momento en que eso
ocurriera: la palabra era “muerte”, un sonido que golpeaba al que lo oía y le
hacía sentir que nombraba algo fuera de su capacidad de comprender.
Se
preguntaba Adán cómo podría reconocer el momento de la muerte cuando llegara,
pero no conseguía que ningún ser vivo se lo dijera. Observaba, Adán, que
algunos animales cazaban a otros, y él mismo también cazaba de vez en cuando,
pero los animales eran devorados, no volvían a la tierra sino que su carne
hacía vivir a otros, y nunca había visto a ninguno que se preocupara o sufriera
antes de tiempo por dejar de vivir. Además, ya no podía comunicarse con ellos:
había perdido esa capacidad que recordaba o soñó –no sabía con seguridad cuál
de los dos verbos expresaba mejor la realidad- haber tenido.
-¡La
repugnante cucaracha! –remataba siempre el más pequeño, jaleado por todos los
demás.
Había
pasado tanto tiempo, y tantas veces había soñado Adán con la vida en el
paraíso, que no dejaba de preguntarse si de verdad habría estado alguna vez en
el jardín de Edén y si las conversaciones que decía haber tenido con Yahvé
habrían realmente ocurrido. Lo que sabía con certeza es que los rasgos del
divino rostro se habían ido difuminando en su memoria y que, cuando intentaba
recuperarlos, lo que conseguía imaginar era algo parecido al reflejo que
aparecía en el agua cada vez que se agachaba para beber.
Algunos
años después, Adán cavó un hoyo en el lugar donde Caín dijo haber enterrado el cuerpo
de su hermano. Esperaba hablar con este cuando por fin lo encontrara.
Adán
se extrañaba de no escuchar sonidos emergiendo desde la hondura. Todavía no
había llegado a comprender lo que la muerte implica: no poder ya dar respuesta
a pregunta alguna.
-Aquel
día no supe decirte qué es morir, ahora quiero que tú me lo digas a mí –gritaba
Adán cada vez más desesperado.
Casi
una hora más tarde extrajo un cráneo sin carne ni piel alguna. Adán dio un
respingo y, tras el susto, sospechó que eso era lo que quedaba de Abel después
de haber pasado un tiempo dentro de la madre tierra. No parecía capaz de
hablar.
Lo
sostuvo en su mano derecha, miró fijamente sus cuencas vacías como queriendo
reconocer la escrutadora mirada del que una vez le preguntó qué es la muerte, y
por un instante creyó haberlo averiguado por fin.
-Esto
seré yo dentro de poco… -se dijo, y empezó a experimentar una sensación que aún
no conocía y que posteriormente nombraría como “angustia”.
E
imaginó entonces que, de alguna misteriosa manera que escapaba a su
comprensión, Abel había regresado al lugar del que, en un tiempo tan lejano que
era incluso anterior a todos sus sueños, él mismo fue expulsado junto a todos
sus descendientes, e imaginando aquello la angustia se le hizo soportable y
Adán fue capaz de vivir con ella el resto de sus días hasta que finalmente
regresó a la tierra.
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