sábado, 12 de octubre de 2019

Hasta que regreses a la tierra



Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que regreses a la tierra… (Génesis 4, 19).
 
       -Papi, ¿qué es eso de regresar a la tierra? –preguntó el pequeño Abel al  tiempo que vadeaba el riachuelo que no puede cruzarse dos veces, el mismo que hace muchísimos años, cuando aún no se habían inventado los cercados, las puertas con cerrojo ni las fronteras entre países, señalaba el final del jardín de Edén.
Arrugando la simiesca faz, su padre cayó entonces en la cuenta de que no tenía la menor idea.
Al anochecer de aquel día Adán notó una sensación casi nueva para él: el peso de sus miembros parecía haber aumentado de golpe, sus párpados  se cerraban y él únicamente deseaba dejarse caer al suelo. Miró alrededor suyo y vio que Eva y los niños yacían inmóviles y silenciosos. “Esto debe de ser retornar a la tierra”, se dijo pero en seguida recordó que, poco antes de conocer a Eva, ya había experimentado algo similar y nunca hasta entonces había llamado así a aquella experiencia. Sin saber muy bien por qué se tocó el costado y en esa postura dobló primero sus piernas, incapaces ya de seguir soportando el misteriosamente multiplicado peso, y después apoyó todo su cuerpo en el duro suelo.
      Sin haber dado un solo paso Adán encontróse de nuevo en el jardín de Edén, conversando amigablemente, como cada tarde, con el mismo Yahvé y disfrutando ambos del espectáculo de una naturaleza exuberante donde leones y cabritos pacían juntos sin molestarse, donde los niños pequeños, riendo felices, introducían sus manitas en las guaridas de cobras y víboras, donde ningún ser viviente sufría daño por parte de otro y donde la alegría brincaba desde el corazón e impetuosa corría por los miembros y las entrañas.
No existía dolor, vergüenza o culpa, ni tampoco las palabras que nombran a estas experiencias.
Cuando, ya amanecido, abrió los ojos, Adán notó un gran malestar y supo que necesitaría inventar nombres para llamar a sentimientos que prefería no tener. Vio que Eva buscaba su abrazo, pero por primera vez la rechazó:
-Si nunca te hubiera conocido ahora no estaría sufriendo.
Eva se apartó de él, se fue lejos y ocultó la cara entre sus manos para que Adán no la viera llorar. Este comprendió entonces dos cosas: que las palabras sirven para hacer daño y que algunas veces la compañía hace sufrir más que la soledad.

Noche tras noche regresaba al jardín de Edén y conversaba con Dios como un amigo lo hace con otro… o al menos así lo imaginaba, pues Adán nunca supo muy bien qué es eso de tener un amigo. Esas horas de felicidad eran para él tanto o más vividas como las que recordaba haber experimentado antes de la expulsión; y llegó un momento en que no podría asegurar si lo real era lo soñado cuando cerraba los ojos o aquellos otros recuerdos confusos y apagados de hechos sucedidos antes de que Adán necesitara soñar por las noches lo que echaba en falta durante el día.
Pero una vez el sueño cambió de forma: él mismo no aparecía al principio, Yahvé estaba solo y ocupaba su tiempo modelando una masa de arcilla. Después vio que la masa tenía aspecto humano y, al acercar la mirada, vio sus propios rasgos, y vio también que Dios soplaba sobre sus narices, y que la figura estaba viva y abría los ojos, y después ya no volvió a ver la figura de arcilla pero sabía que ese barro era su propia carne, pues había sido hecho del polvo de la madre tierra, y Yahvé mismo le había nombrado después rey y señor de todos los seres que la habitaban, y cuando el sol lo despertó estaba convencido de haber estado soñando lo que había ocurrido de verdad.

Pasó el tiempo y Adán seguía sin entender lo que significa regresar a la tierra, aunque había inventado una palabra para nombrar el momento en que eso ocurriera: la palabra era “muerte”, un sonido que golpeaba al que lo oía y le hacía sentir que nombraba algo fuera de su capacidad de comprender.
Se preguntaba Adán cómo podría reconocer el momento de la muerte cuando llegara, pero no conseguía que ningún ser vivo se lo dijera. Observaba, Adán, que algunos animales cazaban a otros, y él mismo también cazaba de vez en cuando, pero los animales eran devorados, no volvían a la tierra sino que su carne hacía vivir a otros, y nunca había visto a ninguno que se preocupara o sufriera antes de tiempo por dejar de vivir. Además, ya no podía comunicarse con ellos: había perdido esa capacidad que recordaba o soñó –no sabía con seguridad cuál de los dos verbos expresaba mejor la realidad- haber tenido.
       -Llamé a todos los animales, les mandé hacer una fila y fui dando un nombre a cada uno: león, caballo, oso, gacela, hipopótamo, cocodrilo, lobo… - contaba en las reuniones familiares, rodeado de sus hijos y nietos, como un ritual fijado sin variación por su inexorable repetición año tras año -, y el último de todos…
-¡La repugnante cucaracha! –remataba siempre el más pequeño, jaleado por todos los demás.
Había pasado tanto tiempo, y tantas veces había soñado Adán con la vida en el paraíso, que no dejaba de preguntarse si de verdad habría estado alguna vez en el jardín de Edén y si las conversaciones que decía haber tenido con Yahvé habrían realmente ocurrido. Lo que sabía con certeza es que los rasgos del divino rostro se habían ido difuminando en su memoria y que, cuando intentaba recuperarlos, lo que conseguía imaginar era algo parecido al reflejo que aparecía en el agua cada vez que se agachaba para beber.

Algunos años después, Adán cavó un hoyo en el lugar donde Caín dijo haber enterrado el cuerpo de su hermano. Esperaba hablar con este cuando por fin lo encontrara.
-Abel, ¿qué sentiste al volver a la tierra? –gritaba a lo profundo.
Adán se extrañaba de no escuchar sonidos emergiendo desde la hondura. Todavía no había llegado a comprender lo que la muerte implica: no poder ya dar respuesta a pregunta alguna.
-Aquel día no supe decirte qué es morir, ahora quiero que tú me lo digas a mí –gritaba Adán cada vez más desesperado.
Casi una hora más tarde extrajo un cráneo sin carne ni piel alguna. Adán dio un respingo y, tras el susto, sospechó que eso era lo que quedaba de Abel después de haber pasado un tiempo dentro de la madre tierra. No parecía capaz de hablar.
Lo sostuvo en su mano derecha, miró fijamente sus cuencas vacías como queriendo reconocer la escrutadora mirada del que una vez le preguntó qué es la muerte, y por un instante creyó haberlo averiguado por fin.
-Esto seré yo dentro de poco… -se dijo, y empezó a experimentar una sensación que aún no conocía y que posteriormente nombraría como “angustia”.
E imaginó entonces que, de alguna misteriosa manera que escapaba a su comprensión, Abel había regresado al lugar del que, en un tiempo tan lejano que era incluso anterior a todos sus sueños, él mismo fue expulsado junto a todos sus descendientes, e imaginando aquello la angustia se le hizo soportable y Adán fue capaz de vivir con ella el resto de sus días hasta que finalmente regresó a la tierra.

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