Texto de la conferencia pronunciada en la Fundación Universitaria Española en febrero de 2001
Prólogo socrático
Eutifrón: ¿qué es "lo piadoso"? |
Uno de los tópicos más repetidos entre los filósofos es la
sentencia pronunciada por Alfred Whitehead según la cual “toda la historia de
la filosofía se reduce a una edición de las obras completas de Platón con
anotaciones a pie de página”. Sin juzgar la exactitud o exageración de
semejante tópico, voy a seguir el camino sugerido por Whitehead experimentando
las posibilidades que un diálogo con Platón ofrece para el tratamiento en
profundidad de un problema filosófico. Se puede decir que esta reflexión
consiste en anotaciones a un diálogo
platónico, concretamente el Eutifrón,
texto sorprendente al menos por dos motivos: a) Nos encontramos en los inicios
de la Filosofía, y las derivaciones del problema que aquí aparecen apenas
esbozadas son exactamente las mismas que posteriormente desarrollarán todos los
autores preocupados por el asunto (de hecho, nuestro recorrido por el problema,
en parte histórico, se hará al hilo de las sugerencias del Eutifrón); b) El autor del texto, Platón, no ha elaborado todavía
su sistema, se limita a recoger las enseñanzas de Sócrates seguramente buscando
entender el significado de su muerte y, relacionado con esta, la acusación de
“impiedad” de que fue objeto. La obra aparece pegada a unas circunstancias
históricas muy concretas, ni siquiera se inserta en un sistema filosófico ya
elaborado, y sin embargo alcanza un grado de universalidad y perennidad
filosóficas muy superior al de cualquier diálogo de la misma época
(exceptuando, por su importancia histórica, Apología
de Sócrates y Critón).
Resumamos lo esencial de la trama: Sócrates se encuentra
con Eutifrón en la puerta del tribunal, el primero para responder a una
acusación de impiedad y el segundo para presentar otra acusación de este mismo
crimen. La acusación se dirige contra su propio padre, a quien Eutifrón
considera “impío” porque dejó morir a un esclavo. Sócrates se muestra
“sorprendido” (podemos pensar que la sorpresa disfraza su escepticismo) de la
seguridad que muestra Eutifrón en lo que se refiere al conocimiento de la
piedad: este conocimiento debe ser muy firme, ya que basándose en él Eutifrón
se atreve a acusar a su propio padre, y, como Sócrates dice ignorar lo que se
refiere a estos temas, pide a Eutifrón que le enseñe qué es la piedad. Se
inicia entonces un proceso que resultará familiar a cualquiera que haya leído
otros diálogos de Platón: Eutifrón comienza confundiendo “la piedad” con un ejemplo de piedad (“lo piadoso es lo
que ahora yo hago, acusar al que comete delito y peca, sea por homicidio, sea
por robo de templos o por otra cosa de este tipo, aunque se trate del padre, de
la madre o de otro cualquiera”), por lo que Sócrates se ve forzado a aclarar el
sentido de su pregunta: “yo no te incitaba a exponerme uno o dos de los muchos
actos piadosos, sino el carácter propio por el que todas las cosas piadosas son
piadosas”. Es entonces cuando Eutifrón, obligado por Sócrates a elevarse al
plano filosófico, ofrece una definición general de la piedad: “Piadoso es lo
que agrada a los dioses, y lo que no les agrada es impío”.
Justicia y voluntad divina
Maticemos la respuesta de Eutifrón en el sentido que nos interesa para el tema de esta reflexión: Donde Eutifrón dice “los dioses”, nosotros vamos a decir “Dios”. De esta forma evitamos una serie de cuestiones marginales (“¿a todos los dioses les agrada lo mismo?”), por las que el propio Sócrates se desinteresa y muestra este desinterés diciendo algo así como “supongamos que a todos los dioses les agrada lo mismo, y vamos a lo que realmente importa”. Además, la cuestión de las relaciones entre Ética y divinidad se plantea mucho más crudamente sobre el trasfondo de un único ser supremo que, precisamente por serlo, ha de ser omnisciente (posee un conocimiento exacto y total de lo justo e injusto) y moralmente perfecto (debe querer y hacer el bien: el sentido de esta proposición será discutido más adelante). Por otro lado, “la piedad” es, como el propio Sócrates señala (12d), “una parte de la justicia”, y en una concepción monoteísta el problema no se plantea solo en relación con esta parte, sino con la justicia entera: Lo justo debe ser querido por Dios, ya que de otra manera o bien Dios no sería omnisciente (no sabría qué es lo justo y, por tanto, no podría quererlo) o bien no sería moralmente perfecto (sabiendo lo que es justo e injusto, querría lo injusto en vez de lo justo)[1]. Finalmente, podemos sustituir el verbo “agradar” (que parece presuponer la posibilidad de ser afectado positiva o negativamente y, por tanto, depender de algún modo de las cosas creadas) por “querer”, que solo presupone que el ser supremo posee voluntad. De esta forma, la definición que da Eutifrón se transforma en esta otra: “Justo es lo que quiere Dios, e injusto lo contrario”.
¿Es aceptable esta definición? No se trata ahora de saber si lo que se dice en ella es verdad (ello implicaría al menos dos investigaciones previas: la que se refiere a la existencia de un orden moral objetivo o “justicia universal”, y la que se refiere a la existencia de Dios), sino si es una verdadera definición. Una definición no recoge hechos o situaciones reales, sino significados. Ya he dicho antes que todo el que admita la existencia de un ser supremo omnisciente y moralmente perfecto está obligado a admitir también que “lo justo” coincide con “lo querido por Dios”, pero que dos expresiones tengan idénticos referentes no significa necesariamente que sus significados sean también idénticos[2]. ¿Puede significar lo justo lo querido por Dios? Decir esto equivaldría a sostener que cada vez que alguien declara la justicia o injusticia de algo está presuponiendo, por una parte, la existencia de Dios y, por otra, que Dios tiene una voluntad conforme o contraria a la realización del hecho o situación a que nos referimos; y no se trata aquí de presupuestos implícitos, sino de una pretensión explícita. ¿Es adecuado afirmar que todo el mundo pretende realizar con sus valoraciones morales (juicios de valor) un juicio (descriptivo) sobre la voluntad divina? Por ejemplo, cuando un alumno al que he suspendido se dirige a mí examen en mano y exclama “¡esta nota es injusta!”, en realidad está diciendo que Dios no quiere que yo le califique así el examen, lo que implica además que, si este alumno fuera ateo, una de dos: o bien no sabría lo que está diciendo (ya que a la vez que niega la existencia de Dios afirma que Dios quiere esto o lo otro), o bien mentiría lisa y llanamente bien cuando declara su ateísmo, bien cuando hace una apreciación sobre la justicia de algo[3]. En definitiva: los ateos e incluso los agnósticos, para ser consecuentes consigo mismos, deberían renunciar a hacer valoraciones éticas, pues toda valoración ética se reduce a una opinión sobre lo justo o injusto y esta a su vez equivale a un juicio sobre la voluntad de Dios.
Esta reducción al absurdo basta, a mi modo de ver, para probar que “lo justo” y “lo que Dios quiere” no son expresiones sinónimas, pero con ello no hemos resuelto todavía ninguno de los problemas que el diálogo Eutifrón plantea. Podría seguir siendo cierto que el fundamento último de la justicia es la voluntad de Dios, aunque los seres humanos, incapaces de conocer directamente lo que Dios quiere, necesitemos además otros criterios más próximos. Se plantea entonces el dilema socrático: Tenemos un mismo conjunto de hechos y situaciones, y de cada uno de estos hechos y situaciones podemos decir tanto que es “justo” como que es “querido por Dios”, propiedades ambas que no se pueden aplicar a ningún otro hecho o situación distinto de los que forman parte del mencionado conjunto. Aunque “justo” y “querido por Dios” no signifiquen lo mismo, lo justo es exactamente lo querido por Dios: dos propiedades distintas que se dicen de los mismos objetos. Se trataría de una relación análoga a la que, en el mundo de la experiencia, encontramos entre el pensamiento y ciertas funciones del cerebro: dos hechos diferentes, pero unidos hasta el punto de que siempre que se da uno aparece también el otro. Pero si A y B van siempre y necesariamente unidos, una de tres: o A es fundamento de B, o B es fundamento de A, o ambos (A y B) tienen un mismo fundamento común; una mera conjunción casual parece repugnar a la razón. En el caso que nos ocupa, las tres opciones son: “Lo justo es justo porque lo quiere Dios”, “Lo querido por Dios es querido por Dios porque es justo” y “lo justo y lo querido por Dios tienen una misma razón de ser”.
“Sócrates.- ¿Te acuerdas de que yo no te incitaba a
exponerme uno o dos de los muchos actos piadosos, sino el carácter propio por
el que todas las cosas piadosas son piadosas? En efecto, tú afirmabas que por
un solo carácter las cosas impías son impías y las cosas piadosas son piadosas
[...]. Exponme, pues, cuál es realmente ese carácter, a fin de que, dirigiendo
la vista a él y sirviéndome de él como medida, pueda yo decir que es piadoso un
acto de esta clase que realices tú u otra persona, y si no es de esta clase,
diga que no es piadoso. [...]
“Eutifrón.- Ciertamente, es piadoso lo que agrada a
los dioses y lo que no les agrada es impío. [...]
“Sócrates.- ¿Qué señal tienes tú de que todos los
dioses consideran que ha muerto injustamente un hombre que, estando asalariado,
comete un asesinato y que, atado por el dueño del muerto, a causa de las
ataduras muere antes de que el que lo había atado reciba información de los
intérpretes de la ley sobre qué hacer con él; y de que está bien que por tal
hombre el hijo lleve a juicio al padre y lo acuse de homicidio? [...].
Aceptemos que todos los dioses consideran este acto injusto y que lo aborrecen,
si quieres..., pero tú examina si, admitiendo este supuesto, vas a poder
enseñarme fácilmente lo que prometiste.
“Eutifrón.- En cuanto a mí, afirmaría que es piadoso
lo que agrada a todos los dioses y que, por el contrario, lo que todos los
dioses odian es impío. [...]
“Sócrates.- Reflexiona lo siguiente: ¿Acaso lo
piadoso es querido por los dioses porque es piadoso, o es piadoso porque es querido
por los dioses?”
Platón: Eutifrón, 6d-10a.
¿Es aceptable esta definición? No se trata ahora de saber si lo que se dice en ella es verdad (ello implicaría al menos dos investigaciones previas: la que se refiere a la existencia de un orden moral objetivo o “justicia universal”, y la que se refiere a la existencia de Dios), sino si es una verdadera definición. Una definición no recoge hechos o situaciones reales, sino significados. Ya he dicho antes que todo el que admita la existencia de un ser supremo omnisciente y moralmente perfecto está obligado a admitir también que “lo justo” coincide con “lo querido por Dios”, pero que dos expresiones tengan idénticos referentes no significa necesariamente que sus significados sean también idénticos[2]. ¿Puede significar lo justo lo querido por Dios? Decir esto equivaldría a sostener que cada vez que alguien declara la justicia o injusticia de algo está presuponiendo, por una parte, la existencia de Dios y, por otra, que Dios tiene una voluntad conforme o contraria a la realización del hecho o situación a que nos referimos; y no se trata aquí de presupuestos implícitos, sino de una pretensión explícita. ¿Es adecuado afirmar que todo el mundo pretende realizar con sus valoraciones morales (juicios de valor) un juicio (descriptivo) sobre la voluntad divina? Por ejemplo, cuando un alumno al que he suspendido se dirige a mí examen en mano y exclama “¡esta nota es injusta!”, en realidad está diciendo que Dios no quiere que yo le califique así el examen, lo que implica además que, si este alumno fuera ateo, una de dos: o bien no sabría lo que está diciendo (ya que a la vez que niega la existencia de Dios afirma que Dios quiere esto o lo otro), o bien mentiría lisa y llanamente bien cuando declara su ateísmo, bien cuando hace una apreciación sobre la justicia de algo[3]. En definitiva: los ateos e incluso los agnósticos, para ser consecuentes consigo mismos, deberían renunciar a hacer valoraciones éticas, pues toda valoración ética se reduce a una opinión sobre lo justo o injusto y esta a su vez equivale a un juicio sobre la voluntad de Dios.
Esta reducción al absurdo basta, a mi modo de ver, para probar que “lo justo” y “lo que Dios quiere” no son expresiones sinónimas, pero con ello no hemos resuelto todavía ninguno de los problemas que el diálogo Eutifrón plantea. Podría seguir siendo cierto que el fundamento último de la justicia es la voluntad de Dios, aunque los seres humanos, incapaces de conocer directamente lo que Dios quiere, necesitemos además otros criterios más próximos. Se plantea entonces el dilema socrático: Tenemos un mismo conjunto de hechos y situaciones, y de cada uno de estos hechos y situaciones podemos decir tanto que es “justo” como que es “querido por Dios”, propiedades ambas que no se pueden aplicar a ningún otro hecho o situación distinto de los que forman parte del mencionado conjunto. Aunque “justo” y “querido por Dios” no signifiquen lo mismo, lo justo es exactamente lo querido por Dios: dos propiedades distintas que se dicen de los mismos objetos. Se trataría de una relación análoga a la que, en el mundo de la experiencia, encontramos entre el pensamiento y ciertas funciones del cerebro: dos hechos diferentes, pero unidos hasta el punto de que siempre que se da uno aparece también el otro. Pero si A y B van siempre y necesariamente unidos, una de tres: o A es fundamento de B, o B es fundamento de A, o ambos (A y B) tienen un mismo fundamento común; una mera conjunción casual parece repugnar a la razón. En el caso que nos ocupa, las tres opciones son: “Lo justo es justo porque lo quiere Dios”, “Lo querido por Dios es querido por Dios porque es justo” y “lo justo y lo querido por Dios tienen una misma razón de ser”.
Sacrificio de Isaac (P. Veronés) |
Platón considera tan solo las dos primeras
posibilidades: “¿Acaso lo piadoso es querido por los dioses por ser piadoso, o
es piadoso porque es querido por los dioses?” (10a). La segunda de estas
alternativas conduce lógicamente a la filosofía moral del nominalismo: El bien
y el mal morales dependen exclusivamente de la voluntad de Dios: si Dios
hubiera querido que el asesinato fuera un acto de virtud, tendríamos por bueno
el asesinato y por héroes y santos a los asesinos y, lo que es más grave, no estaríamos equivocados[4].
El ejemplo más claro lo encontramos en la Biblia: Dios manda a Abraham que le
ofrezca en sacrificio a su propio hijo (Gn 22). Lo que debe hacer Abraham es dejar
de lado su conciencia y obedecer a Dios. Durante el tiempo que va desde el
momento en que Abraham decide obedecer la voz divina hasta que su mano es
detenida por un ángel él tiene intención de matar a su hijo: importa poco[5] que al
final lo mate o no, ya que, desde un punto de vista ético, lo que cuenta es la
intención y no el resultado. Pero es que, además, Abraham es honrado como justo
por haber tenido esa intención: la justicia de Abraham consiste en haber
obedecido a Dios, también cuando Dios le ordenaba matar[6].
Ley divina y ley natural
A primera vista, no hay autor más alejado del voluntarismo divino que Santo Tomás, que defiende la existencia de una ley moral universal e inmutable derivada de la naturaleza humana. Santo Tomás estaría encantado de poder decir que el contenido de la ley natural coincide siempre y necesariamente con lo prescrito por Dios, ya que Dios solo puede mandar lo bueno: que Dios mande matar a un inocente, el robo, la blasfemia, etc. es una hipótesis imposible. El problema es que Santo Tomás acepta la verdad histórica[7] de los relatos bíblicos en que Dios manda a Abraham sacrificar a su propio hijo, a los hebreos que se apropien de los vasos egipcios[8] y a Oseas que se una a una prostituta[9] (puede añadirse el mandato divino de “purificar” las ciudades conquistadas exterminando a todos sus habitantes –incluyendo mujeres y niños-, tal como aparece, por ejemplo, en I Re 15[10]). Por ello, uno de los pasajes en que se le ve más apurado es cuando trata de contestar a la objeción según la cual la ley natural puede cambiar, puesto que Dios la ha cambiado varias veces (precisamente en estos tres casos). Merece la pena copiar literalmente la respuesta a esta objeción:
“En principio todos los hombres mueren de muerte natural, tanto los inocentes como los culpables. Y esta muerte es infligida por el poder divino a causa del pecado original... Debido a lo cual, por mandato divino se puede dar muerte a cualquier hombre, inocente o culpable, sin ninguna injusticia[11]. A su vez, el adulterio es la unión carnal con una mujer que, si pertenece a otro, es en virtud de la ley establecida por Dios. Y en consecuencia, el hombre no comete adulterio ni fornicación cualquiera que sea la mujer a la que se una por mandato de Dios. La misma razón vale también para el robo, que consiste en apropiarse lo ajeno[12]. Pues cualquier cosa que se tome como propia por mandato de Dios, que es dueño de todas las cosas, ya no se toma, como en el robo, contra la voluntad de su dueño. Y esto no sucede solo en las cosas humanas, donde lo que Dios manda es, por eso mismo, obligatorio, sino también en el orden físico, donde todo lo que Dios hace es en cierto modo natural...” (Suma Teológica, I, q. 95, art. 5).[13]
Salida de los hebreos de Egipto (P. Orrente) |
Según Santo Tomás, estos casos aparentemente contrarios a la ley natural entran en realidad dentro de ella: Siendo Dios el verdadero dueño de todos los bienes y personas que existen, puede disponer de ellos como quiera sin que al mandar matar a un inocente se pueda decir que ordena un asesinato y sin que al mandar apropiarse de un bien poseído por otro pueda hablarse de robo. Si Dios es dueño de todo, cualquier disposición suya es justa, pues lo justo es que el dueño disponga libremente de sus propiedades[14]. Un voluntarista diría que Santo Tomás concede lo suficiente, a saber, que la fuente última de la moral es el mandato divino; que posteriormente se distinga un mandato extraordinario del mandato ordinario, y que a este último se le prefiera llamar “ley natural”, derivable de la naturaleza humana, es discutir acerca de nombres.
O tal vez no, si pensamos no en el fundamento último de la obligación moral, sino en nuestro conocimiento de ella. ¿Es necesario conocer la voluntad de Dios para saber que debemos seguir tales normas de conducta? El problema se plantea de forma análoga al del conocimiento de la realidad natural: Aunque Dios sea el creador del mundo, nosotros podemos conocer este (al menos en parte) sin necesidad de referirlo a su origen último; negar esto sería declarar inválidas todas las ciencias positivas. Lo mismo sucede con los principios éticos: Es posible que tales principios puedan ser conocidos por el hombre sin presuponer su origen divino, sin necesidad siquiera de admitir la existencia de Dios. La idea tomista de “ley natural” ilustra esta posibilidad: La ley natural es, como dice la palabra, la que se deduce de las tendencias naturales del hombre, que, como sustancia, tiende a la preservación de su ser; como animal, tiende a la procreación y al cuidado de los hijos, y como ser racional, tiende a buscar la verdad y a vivir en sociedad (Suma Teológica, I, q. 94, art. 2). El conocimiento de esta naturaleza humana es independiente (hasta cierto punto) del conocimiento de Dios, y por ello es posible conocer los principios morales sin conocerlos como mandatos divinos, aunque en último término sabemos que Dios es el autor de la naturaleza humana y que, por tanto, lo que encontramos en esta naturaleza ha sido puesto en ella por Dios.
O tal vez no, si pensamos no en el fundamento último de la obligación moral, sino en nuestro conocimiento de ella. ¿Es necesario conocer la voluntad de Dios para saber que debemos seguir tales normas de conducta? El problema se plantea de forma análoga al del conocimiento de la realidad natural: Aunque Dios sea el creador del mundo, nosotros podemos conocer este (al menos en parte) sin necesidad de referirlo a su origen último; negar esto sería declarar inválidas todas las ciencias positivas. Lo mismo sucede con los principios éticos: Es posible que tales principios puedan ser conocidos por el hombre sin presuponer su origen divino, sin necesidad siquiera de admitir la existencia de Dios. La idea tomista de “ley natural” ilustra esta posibilidad: La ley natural es, como dice la palabra, la que se deduce de las tendencias naturales del hombre, que, como sustancia, tiende a la preservación de su ser; como animal, tiende a la procreación y al cuidado de los hijos, y como ser racional, tiende a buscar la verdad y a vivir en sociedad (Suma Teológica, I, q. 94, art. 2). El conocimiento de esta naturaleza humana es independiente (hasta cierto punto) del conocimiento de Dios, y por ello es posible conocer los principios morales sin conocerlos como mandatos divinos, aunque en último término sabemos que Dios es el autor de la naturaleza humana y que, por tanto, lo que encontramos en esta naturaleza ha sido puesto en ella por Dios.
La autonomía como momento necesario de la moralidad
La imposibilidad de un conocimiento ético independiente de la voluntad divina llevaría necesariamente a la destrucción de la moralidad. Trataré de aclarar esta cuestión: Supongamos que nuestro conocimiento de lo que debemos hacer se reduce a nuestro conocimiento de lo que Dios quiere que hagamos. Nos falta preguntarnos: ¿Por qué hay que hacer lo que Dios quiere? Si contestáramos que porque Dios tiene el poder de premiarnos si le obedecemos y el de castigarnos si no hacemos lo que quiere, y esta fuera nuestra única razón para comportarnos correctamente, estaríamos declarando nuestra propia amoralidad: no son motivos morales los que nos mueven a actuar, y la actuación correcta no lleva aparejado, en este caso, ningún mérito moral. Nuestra situación sería la misma de un rico a quien una banda de revolucionarios “idealistas” ha secuestrado y que amenaza con matarlo si no regala todo su dinero a los pobres: ¿tendría algún mérito moral si lo hiciera? En nuestro caso, además, la coacción sería tan fuerte que prácticamente se anularía toda capacidad de decisión: ¿quién podría resistir la voluntad de un Dios omnisciente, que conoce hasta nuestros más íntimos pensamientos, y cuyo poder de premiar y castigar no tiene limitación alguna? Las personas religiosas, seguramente bienintencionadas, que han creído servir a la causa de la moralidad enfatizando el poder de Dios y los premios y castigos de ultratumba no han caído en la cuenta de que más bien estaban ayudando a destruirla: Un Dios que solo es conocido como poderoso y dador de premios y castigos no es un ideal de moralidad, y su servicio no acarrea mérito moral alguno.
“La voluntad de Dios, cuando como objeto de nuestra voluntad hemos tomado la acomodación con la suya, sin que preceda a la idea de esa voluntad divina ningún principio práctico independiente, no puede ser causa motora de la voluntad más que porque esperamos de ahí la felicidad” (I. Kant: Crítica de la razón práctica, I, c. 1) [15]
Por consiguiente, la única forma de hacer compatible el servicio a Dios con la bondad moral es que el ser supremo cuya obediencia es propuesta como ideal ético sea pensado como bueno; mejor todavía, como bueno sin limitaciones o ideal de bondad. Pero esto que acabo de enunciar (“Dios es pensado como bueno”) implica que existe un concepto de bondad distinto de la mera concordancia con la voluntad divina y previo al conocimiento de esta concordancia (lo primero es el conocimiento del bien y lo segundo el conocimiento del bien como mandado por Dios)[16]. De donde se sigue que hay que obedecer a Dios por su bondad, no por su poder: lo bueno no es bueno porque lo quiera Dios, sino al contrario, Dios quiere lo bueno porque es bueno. El bien y el mal deben conocerse por sí mismos, al margen de que el bien sea lo querido por Dios y el mal lo prohibido por Dios.
Lo anterior enlaza con el tema de la autonomía moral, considerada al menos desde Kant como condición de posibilidad del mismo hecho moral. Dicho muy brevemente, la autonomía consiste en que, para que una actuación sea moralmente correcta, debe ser el propio sujeto quien se imponga a sí mismo la obligación o se otorgue la autorización para obrar de esta forma: la propia conciencia es ley suprema para el individuo y el juicio de esta un momento necesario de la moralidad en el sentido de que, si este falta, la actuación ética es imposible –el sujeto debe estar convencido de hacer lo correcto: de otra forma, su conducta carece de valor-. El mero cumplimiento exterior de una ley dictada por otro no nos hace sujetos morales: suprimida toda convicción interior, ¿qué motivo puede haber para obedecer una ley si no es la coincidencia con nuestros intereses, la esperanza de premios o el temor de castigos? Ninguno de estos motivos tiene significado ético: un conductor que evita el exceso de velocidad para que no le pongan una multa no está actuando moralmente. En definitiva, una actuación heterónoma obedece a principios psicológicos que, según Kant, se resumen en uno solo: la búsqueda de la felicidad propia[17]. Como se ve, “autonomía” e “incondicionalidad” de los principios morales son equivalentes: toda actuación heterónoma es por eso mismo condicionada, y a la inversa: toda actuación condicionada es heterónoma.
Dos sentidos de “autonomía”
¿Hasta qué punto la
autonomía moral es compatible con la obediencia al ser supremo? Responder a
esta cuestión exige distinguir dos ideas de “autonomía moral” y reflexionar
sobre cuál de ellas pertenece a los requisitos mínimos de la acción moral.
Existe en primer lugar una concepción de la autonomía según
la cual ética y religión son dos actitudes humanas incompatibles entre sí. En
la actitud religiosa, el hombre obedece a Dios: pierde su autonomía; en la
actitud ética, por el contrario, obedece a su propia conciencia. Llevado al
extremo, este concepto de autonomía implica creación de valores: en toda
decisión, el hombre elige una posibilidad y rechaza otra u otras, y por eso
mismo otorga un valor positivo a la opción elegida y minusvalora las opciones
rechazadas. Al hacerlo dice al resto de la humanidad que su elección es la
elección mejor. No tiene más remedio que hacerlo así: crea unos valores que
antes no existían, puesto que no existe un Dios que diga en cada momento cuál
es la decisión correcta. Es la tesis de Sartre.
En la otra concepción, la autonomía moral se realiza en
cuanto que el hombre descubre (no inventa) unos valores previamente existentes:
la corrección o incorrección de la decisión tomada consiste en la adecuación
entre su ser y un deber ser ya definido. El juicio de la conciencia posibilita
la moralidad, hasta el extremo de que uno debe seguir este juicio incluso
siendo erróneo; pero tal posibilidad de error remite a un intento de
fundamentación en un orden moral independiente de la propia conciencia, es
decir, objetivo[17]. En definitiva, actuar con
autonomía no consiste en inventarse uno sus propios valores y normas, sino en
estar convencido de hacer lo correcto no limitándose a hacer lo mandado solo por
estar mandado y a no hacer lo prohibido solo por estar prohibido.
La diferencia entre los dos conceptos de “autonomía” radica
en el reconocimiento o no de un orden moral objetivo, previo a la propia
conciencia moral. Una de dos: o existe “desde siempre”, en un plano de realidad
fuera del tiempo y del espacio (como existe un orden lógico-matemático, en
cuanto conjunto de leyes o principios que no son creados por la mente, sino que
se imponen a esta como normas a las que debe ajustarse: se trata en ambos casos
de lo que Popper llama “mundo 3”), o es creado a lo largo de la Historia por el
conjunto de valoraciones y decisiones realizadas por los hombres. Lo segundo
implica el rechazo de una voluntad suprema situada por encima de las voluntades
humanas, pero también otras posibles fundamentaciones de la Ética tales como
una “naturaleza humana” permanente (como sostiene Santo Tomás) o un imperativo
supremo, el equivalente para la razón práctica de lo que sería el principio de
contradicción para la razón teórica, del cual puedan deducirse todas las reglas
de la moralidad (tesis de Kant): la voluntad es autónoma en el sentido de que
antes de la elección no existen criterios de elección, sino que estos aparecen
por el hecho de haber elegido una posibilidad en vez de otras.
Son numerosas las críticas que se han hecho a este concepto
de “autonomía moral”, pero quizá la más contundente de todas es la que pone de
manifiesto que de ella se sigue la arbitrariedad
de toda valoración moral: Si los criterios de elección nacen con la elección
misma, si algo es valioso simplemente por haber sido elegido, ¿cómo se puede
hablar de elecciones más o menos valiosas,
e incluso correctas o incorrectas? Habría que decir que “todo está
permitido”, ya que no hay nada que limite desde fuera a la voluntad. Resulta
curioso comprobar cómo Sartre, al tiempo que sostiene que el hombre es creador
de los valores, se defiende de esta acusación apelando a cierta “lógica de la
creación”, que funciona igual en el arte y en la vida moral: aunque todo está
permitido, ciertas elecciones son equivocadas (responden a una percepción falsa
de la realidad) o inauténticas (se realizan por mala fe); la elección auténtica
consiste en elegir la propia libertad y hacerse cargo de la angustia que
conlleva[18]. No
obstante, y a pesar de lo que diga Sartre, uno tendría todo el derecho del
mundo –ya que “todo está permitido”- a preferir la esclavitud a la libertad, la
heteronomía a la autonomía, el error o la mentira a la verdad, la mala fe a la
autenticidad y, sobre todo, a negar la equivalencia entre “acción” y
“valoración”: puedo actuar de una forma sin pretender a la vez que lo correcto
para todo el mundo es actuar de la misma manera, puedo incluso querer para mí
algo distinto a lo que quiero para el resto de la humanidad. Decir que tal
decisión es inconsecuente no es una crítica válida, ya que no se trataría de
una inconsecuencia lógica (no existe contradicción en querer A para mí y no-A
para los demás)[19], sino ética, lo que
presupone el valor previo de la consecuencia (¿no habíamos quedado que no
existen valores a priori?: la voluntad, precisamente por ser plenamente
autónoma, no puede ajustarse a ningún imperativo establecido a priori, ni
siquiera al que diga “sé consecuente contigo misma”).
Creencia en Dios y comportamiento ético
Aceptando, por tanto, que la autonomía moral llevada al
extremo (de igual forma que la ausencia total de autonomía) acarrearía la
destrucción de la misma moralidad, se trata de indagar ahora si las creencias
religiosas, o más concretamente, la creencia en un ser supremo puede ser un
requisito básico de la moralidad. Tal cuestión puede plantearse en distintos
planos, que haríamos muy bien en distinguir:
-En un plano
psicológico, nos preguntamos si es posible actuar conforme a principios éticos
sin afirmar o incluso negando expresamente la existencia de un ser supremo, y
viceversa, si todo el que cree o dice creer en un ser supremo debe actuar
conforme a principios éticos. Evidentemente, se trata de una cuestión de hecho que solo puede resolverse
acudiendo a la experiencia, pero incluso antes de tal resolución nos
encontramos con una serie de problemas derivados del mismo planteamiento de la
pregunta: En relación con la creencia en Dios, ¿cómo saber si alguien realmente
cree en la existencia de un ser supremo?, ¿basta con preguntarle o con observar
su conducta (asistencia a actos de culto, etc.?, ¿no hay que tener en cuenta la
posibilidad de la hipocresía: decir una cosa y pensar otra distinta?, ¿no
pueden coexistir en un mismo sujeto períodos de creencia tranquila o entusiasta
con otros de duda e incluso de increencia? Y en relación con la actuación
conforme a principios éticos, ¿en qué consiste: en tenerlos por válidos o en
seguirlos efectivamente, o lo uno implica lo otro?, ¿cómo saber si alguien
actúa conforme a principios éticos: basta con hacer lo que se debe, o además
hay que hacerlo por razones morales (alguien que hace lo correcto por la
esperanza de un premio o satisfacción cualquiera o el temor de un castigo o
pena no actúa por razones morales)?, ¿lo sabe siquiera uno mismo?[20] Por
ello, ninguna respuesta a esta cuestión será aceptada unánimemente como válida:
Siempre habrá quienes pretendan probar la relación entre fe religiosa y vida
moral mostrando ejemplos de personas que han llegado a altas cotas de
perfección en ambos aspectos (los santos), pero tales “pruebas” serán también
contestadas con contrajemplos: personas religiosas éticamente indignas, o que
incluso han realizado acciones éticamente indignas con fines religiosos (p. ej.,
acabar con el ateísmo exterminando a los ateos), así como personas sin fe
religiosa o con ideas contrarias a la religión que han servido como referente
moral a sus contemporáneos (podríamos citar a Demócrito, Epicuro, Spinoza,
Bertrand Russell, etc.; más cerca de nosotros podemos pensar en Fernando
Savater al menos como ejemplo de una actitud decidida frente al terrorismo).
Pero incluso en estos casos se puede aducir que tal comportamiento responde a
“residuos” (conscientes o no) de una educación religiosa recibida en la niñez,
o bien transmitidos por otros que a su vez fueron educados religiosamente...
Afirmaciones de este tipo son tan indemostrables como irrefutables, con mayor
motivo en cuanto que hacemos intervenir en la discusión elementos de la mente inconsciente,
es decir, desconocidos hasta por el mismo sujeto que actúa conforme a tales
principios.
-En un plano
sociológico, dejamos de lado las cuestiones que se refieren a los
individuos y nos preguntamos si hechos sociales tales como el grado de implantación
de una o varias confesiones religiosas en una sociedad incide positivamente en
la moralización de la vida social o incluso si hace posible esta (concretando
más: si, por ejemplo, la educación religiosa contribuye a disminuir la
delincuencia[21], la indisciplina escolar
o, en general, las actitudes ética o socialmente indeseables –la “pérdida de
humanidad” como consecuencia de una secularización radical de las mentalidades[22]-, o
si, una vez desaparecidos los referentes religiosos o disminuida considerablemente
su presencia social, no queda otro camino que las sanciones legales para evitar
el incumplimiento sistemático de las normas de convivencia: “a menos religión,
más policía”). Como en el caso anterior, la discusión de este problema es
interminable: en la evolución de las sociedades interviene tal cantidad de
factores que es imposible conocer con exactitud la incidencia exacta de cada
uno de ellos.
-En un plano histórico y antropológico,
podemos preguntarnos si, en todos los grupos humanos, los códigos de
comportamiento han aparecido siempre y necesariamente en contextos religiosos,
incluso en el caso de que los seres a los que se dirige el culto religioso no
siempre aparezcan como modelos que deben ser imitados (p. ej., dioses que se
roban, engañan, mutilan, descuartizan o devoran mutuamente[23]).
Aunque la respuesta a esta cuestión sea, con toda probabilidad, afirmativa, no
parece que el dato tenga una especial relevancia para el tema que nos ocupa, ya
que lo mismo podríamos decir de ciencias como las matemáticas o la astronomía,
de artes como la pintura y la escultura, etc.: se trata de realidades
culturales cuyas primeras manifestaciones históricas aparecen en contextos
religiosos.
-En un plano lógico y
epistemológico, podemos preguntarnos en primer lugar por la posibilidad de
una “reducción” de los significados éticos a significados de tipo teológico
(posibilidad que ya hemos tenido en cuenta anteriormente para descartarla) y,
en segundo lugar, por la aparición de presupuestos teológicos en las valoraciones
éticas: problema este que permite un tratamiento genuinamente filosófico del
tema, al margen de investigaciones psicológicas y sociológicas, y al que
dedicaré lo que queda de esta reflexión. Concretando aún más la cuestión, el
análisis de la valoración ética nos llevará a tres tipos de presupuestos:
a) La valoración como juicio acerca de
la conformidad de una situación con lo expresado por una norma, norma esta que
toma la forma de mandato incondicionado y que nos hace preguntarnos si puede
existir un mandato si no hay alguien que mande.
b) La valoración en tanto que apunta implícitamente a un ideal de
perfección que ha de juzgarse al menos como posible.
c) La aceptación por un sujeto
de tal valoración, que se traduce en sentimiento
de culpa cuando uno mismo no actúa conforme a ella.
Exterioridad e incondicionalidad del mandato moral
Una descripción mínima del hecho moral podría ser la siguiente: La vida moral aparece generalmente como aspiración a un ideal de comportamiento cuya realización es urgida al sujeto, el cual puede ajustar su voluntad a tal solicitud o no pero no puede evitar sentirla[25]. De alguna forma, la exigencia moral es sentida por el sujeto como algo exterior, algo que en definitiva no depende de mí sino de una forma muy limitada: puedo actuar a favor o en contra del mandato moral, puedo incluso cambiar mi disposición psicológica hacia tal mandato hasta el punto de poder desobedecerlo sin ninguna sensación de culpa (por medio de mecanismos tales como la “invención de excusas”, la habituación a ciertos comportamientos, etc.)[26], pero no puedo hacer que desaparezca: mientras no he llegado todavía al estado de total ceguera axiológica en que las cuestiones morales han dejado sencillamente de tener sentido para mí, me doy cuenta de que tales mecanismos de defensa afectan solo a mi forma de percibir la realidad moral, pero no modifican en nada la realidad moral como tal.
E. Durkheim (1858-1917) |
Para Durkheim, la vida moral consiste en obligación, y tal obligación implica el reconocimiento de una “potencia moral superior... capaz de comunicar a ciertas reglas de conducta un carácter imperativo”[27]. Una vez aceptado este hecho, parece lógico pensar que tal potencia superior es el mismo Dios, con más razón desde el momento en que los mandatos morales son también tenidos por sagrados (dignos de respeto absoluto y al margen de toda consideración económica o utilitaria). Si los hechos religiosos y los hechos morales comparten un mismo carácter (lo sagrado), es razonable pensar que tienen un mismo origen. Este, sin embargo, no es la divinidad, sino la sociedad entendida por Durkheim como una especie de “alma colectiva” con voluntad propia que exige la renuncia a los intereses particulares en favor de la colectividad: en esto consiste básicamente la moralidad.
De la explicación de Durkheim, aquí sumamente sintetizada, me interesa destacar y valorar algunos puntos:
1. Se constata la conexión íntima entre moralidad y religión: ambas apuntan a un origen externo a la conciencia individual, ambas consisten en una serie de mandatos que piden la renuncia al egoísmo, ambas hacen referencia a un mismo universo o nivel de realidad: el mundo de lo sagrado. En este punto lo que dice Durkheim es totalmente razonable y solo se puede estar de acuerdo con él.
2. Durkheim, como buen positivista, utiliza “la navaja de Ockham” y trata de eliminar las entidades metafísicas de las explicaciones científicas: ello le lleva a descartar la hipótesis de un origen divino de las normas morales. Sin embargo, tan metafísica por lo menos es la suposición de un “alma colectiva”: Durkheim no sustituye la metafísica por ciencia[28], sino una metafísica por otra. (Algo similar puede decirse, en el caso de Freud, de la “mente inconsciente” que esconde todos los secretos de la vida humana).
3. Aun admitiendo que Durkheim proporcione una explicación suficiente de la exterioridad del hecho moral, no puede decirse lo mismo de su incondicionalidad. Entre otras cosas, esta implica la imposibilidad de reducir la obligación moral a simple presión social: por muy fuertemente que se impongan las normas sociales y legales, estas nunca serán vistas como incondicionales; toda su fuerza residirá en el poder de sancionar que ejerza la propia sociedad y este será siempre limitado: uno puede escapar de él por medio de la huida o la ocultación. La conciencia moral distingue claramente estos tres niveles: costumbre social – norma legal – obligación moral.
4. Finalmente, Durkheim parece ignorar la posibilidad de conflicto entre la conciencia moral individual y las imposiciones sociales: casos como los de Sócrates o Tomás Moro prueban que la exigencia ética se sitúa en un nivel distinto y superior al de la exigencia social[29]
Una crítica similar puede hacerse a la teoría de Freud sobre el origen de la moral (se trata de una explicación metafísica, incluso mítica -¡el tema del “asesinato del padre” regresando una y otra vez, como realizaciones o avatares de un arquetipo atemporal!-), pero además se puede añadir que es, en el fondo, autocontradictoria: La moral, se dice, es consecuencia del Complejo de Edipo y aparece con la culpa (por los deseos incestuosos y homicidas hacia los propios padres, o incluso –en el principio de la Historia- por la realización de estos deseos):
Acerca de la fundamentación kantiana de la obligación moral (la obligación nace de la razón pura práctica como tal, que establece leyes universales a las que debe someterse la voluntad del sujeto racional) únicamente haré dos observaciones:
1. El mismo Kant considera compatible esta fundamentación con la idea de deber como mandato divino, tal como veremos más adelante: como voluntad santa, Dios quiere siempre lo mandado por la ley moral y quiere (es decir, manda) que todo ser racional ajuste la máxima de su voluntad a la forma de una ley universal: “Dios es un ser para quien todos los deberes humanos son mandatos suyos”, es la definición que aparece en la obra póstuma de Kant.
2. La idea de una razón pura práctica que legisla (y que, por tanto, es algo más que una abstracción del tipo “la razón humana de la cual separamos todo lo empírico”), al igual que el “alma colectiva” de Durkheim, tiene mucho de entidad metafísica, al menos tanto como las ideas de “alma” y “Dios” en las que, según Kant, no puede fundarse ningún conocimiento (a juzgar por sus escritos póstumos, la razón autolegisladora es Dios mismo, por lo que en último término autonomía y teonomía no solo son compatibles, sino que coinciden[33]).
Con lo dicho basta para poder concluir: Independientemente de los mecanismos sociales y psicológicos en los que se sostiene la percepción de las obligaciones morales, y sin entrar en el análisis y discusión del contenido concreto de estas, puede afirmarse que la idea misma de “obligación moral” hace referencia a un origen exterior a la conciencia y que tal origen, precisamente por ser causa de mandatos incondicionados, debe concebirse él mismo como incondicionado o absoluto.[34]
De la explicación de Durkheim, aquí sumamente sintetizada, me interesa destacar y valorar algunos puntos:
1. Se constata la conexión íntima entre moralidad y religión: ambas apuntan a un origen externo a la conciencia individual, ambas consisten en una serie de mandatos que piden la renuncia al egoísmo, ambas hacen referencia a un mismo universo o nivel de realidad: el mundo de lo sagrado. En este punto lo que dice Durkheim es totalmente razonable y solo se puede estar de acuerdo con él.
2. Durkheim, como buen positivista, utiliza “la navaja de Ockham” y trata de eliminar las entidades metafísicas de las explicaciones científicas: ello le lleva a descartar la hipótesis de un origen divino de las normas morales. Sin embargo, tan metafísica por lo menos es la suposición de un “alma colectiva”: Durkheim no sustituye la metafísica por ciencia[28], sino una metafísica por otra. (Algo similar puede decirse, en el caso de Freud, de la “mente inconsciente” que esconde todos los secretos de la vida humana).
3. Aun admitiendo que Durkheim proporcione una explicación suficiente de la exterioridad del hecho moral, no puede decirse lo mismo de su incondicionalidad. Entre otras cosas, esta implica la imposibilidad de reducir la obligación moral a simple presión social: por muy fuertemente que se impongan las normas sociales y legales, estas nunca serán vistas como incondicionales; toda su fuerza residirá en el poder de sancionar que ejerza la propia sociedad y este será siempre limitado: uno puede escapar de él por medio de la huida o la ocultación. La conciencia moral distingue claramente estos tres niveles: costumbre social – norma legal – obligación moral.
4. Finalmente, Durkheim parece ignorar la posibilidad de conflicto entre la conciencia moral individual y las imposiciones sociales: casos como los de Sócrates o Tomás Moro prueban que la exigencia ética se sitúa en un nivel distinto y superior al de la exigencia social[29]
Tótem y tabú: origen del sentimiento de culpa, según Freud |
“Odiaban al padre que tan violentamente se oponía a su necesidad de poderío y a sus exigencias sexuales, pero al mismo tiempo le amaban y admiraban. Después de haberle suprimido y haber satisfecho su odio y su deseo de identificación con él, tenían que imponerse en ellos los sentimientos cariñosos, antes violentamente dominados por los hostiles. A consecuencia de este proceso afectivo surgió el remordimiento y nació la conciencia de culpabilidad..., y el padre muerto adquirió un poder mucho mayor del que había poseído en vida...”[30]La pregunta es: ¿por qué un ser amoral iba a sentirse culpable?[31] El proceso descrito por Freud es más complejo que la mera interiorización del miedo al castigo (los animales experimentan también este miedo y no sabemos de ninguno que llegue a sentirse culpable; además, las percepciones que expresan enunciados como “yo me siento culpable” y “yo temo ser castigado” son radicalmente diferentes), pero sigue dando por supuesto lo que hay que demostrar: que la culpa es simplemente la transformación de unos afectos “naturales”. La culpa presupone la obligación moral, por lo que esta no puede basarse en aquella. Tal vez la culpa sea la primera expresión de la moralidad (no nos conocemos a nosotros mismos como seres morales hasta que nos sentimos culpables[32]), pero no puede ser su causa porque solo puede sentirse culpable un ser dotado de moralidad: la distinción entre ratio cognoscendi y ratio essendi aparece aquí con claridad.
Acerca de la fundamentación kantiana de la obligación moral (la obligación nace de la razón pura práctica como tal, que establece leyes universales a las que debe someterse la voluntad del sujeto racional) únicamente haré dos observaciones:
1. El mismo Kant considera compatible esta fundamentación con la idea de deber como mandato divino, tal como veremos más adelante: como voluntad santa, Dios quiere siempre lo mandado por la ley moral y quiere (es decir, manda) que todo ser racional ajuste la máxima de su voluntad a la forma de una ley universal: “Dios es un ser para quien todos los deberes humanos son mandatos suyos”, es la definición que aparece en la obra póstuma de Kant.
2. La idea de una razón pura práctica que legisla (y que, por tanto, es algo más que una abstracción del tipo “la razón humana de la cual separamos todo lo empírico”), al igual que el “alma colectiva” de Durkheim, tiene mucho de entidad metafísica, al menos tanto como las ideas de “alma” y “Dios” en las que, según Kant, no puede fundarse ningún conocimiento (a juzgar por sus escritos póstumos, la razón autolegisladora es Dios mismo, por lo que en último término autonomía y teonomía no solo son compatibles, sino que coinciden[33]).
Con lo dicho basta para poder concluir: Independientemente de los mecanismos sociales y psicológicos en los que se sostiene la percepción de las obligaciones morales, y sin entrar en el análisis y discusión del contenido concreto de estas, puede afirmarse que la idea misma de “obligación moral” hace referencia a un origen exterior a la conciencia y que tal origen, precisamente por ser causa de mandatos incondicionados, debe concebirse él mismo como incondicionado o absoluto.[34]
La tarea moral como aspiración a un ideal de perfección
Otra forma posible de fundamentar la conexión necesaria entre ética y teología es la idea kantiana de Dios como “postulado de la razón práctica”. En primer lugar, conviene recordar que Kant cree perfectamente compatibles entre sí dos notas que superficialmente podrían considerarse mutuamente excluyentes: la autonomía y la teonomía de la ley moral; de hecho, dice expresamente en varios lugares que la vida moral conduce naturalmente a la religión, o que la religión, en cuanto “religión natural” o “dentro de los límites de la sola razón”, no es otra cosa que desarrollo de la moralidad. En lo que se refiere a su contenido, ética y religión son idénticas.
"La verdadera y única religión no encierra otra cosa que leyes, esto es, aquellos principios prácticos de cuya necesidad incondicionada podemos llegar a darnos cuenta y a los cuales, por tanto, reconocemos como revelados mediante la razón pura."
La religión, según Kant, consiste básicamente en la obediencia a unas normas o principios, normas que aparecen como incondicionadas (uno las sigue porque se siente obligado a hacerlo, no porque piense que haciéndolo así obtendrá algún beneficio)[35]. La autonomía moral exige, sin embargo, que tales principios (idénticos en la ética y en la religión) sean conocidos por la sola razón, por lo cual la idea de “revelación” ha de ser reinterpretada: no se trata de una “revelación exterior” (incompatible con la autonomía y dignidad humanas), sino una revelación inmanente en cuanto que es la propia razón quien se impone a sí misma unas obligaciones.
Ahora bien, estas obligaciones pueden ser vistas también como mandamientos divinos, y así “la religión es el conocimiento de nuestros deberes como mandamientos divinos”. La pregunta es: ¿La religión es simplemente compatible con la ética, o la ética conduce necesariamente a la religión (siquiera “religión natural” al modo deísta)? Kant es claro al respecto: La tarea moral presupone un ideal de perfección, un bien supremo, cuya realización solo puede ser garantizada si existe Dios. Dios debe ser admitido, al menos, como posibilidad, ya que de otra forma difícilmente uno se empeñaría en algo cuya realización sabe imposible (por decirlo con palabras actuales, ¿cómo puede uno luchar por la justicia y la dignidad de las personas si sabe que en el fondo esos ideales son irrealizables?).
“El postulado de la posibilidad del bien supremo derivado (el mejor mundo) es al mismo tiempo el postulado de la realidad de un bien supremo originario, esto es, de la existencia de Dios. Ahora bien, es un deber para nosotros fomentar el supremo bien; por consiguiente, no solo es derecho, sino también necesidad unida con el deber, como exigencia, presuponer la posibilidad de este bien supremo, lo cual, no ocurriendo más que bajo la condición de la existencia de Dios, enlaza inseparablemente la presuposición del mismo con el deber, es decir, que es moralmente necesario admitir la existencia de Dios.”[36]
Robin Hood y Little John, en Robin y Marian (R. Lester, 1976) |
En este punto habría que volver a Sartre como máximo defensor de la tesis contraria, a saber, que la tarea moral no necesita ningún tipo de garantía de éxito, que uno solo tiene derecho a contar con sus propias fuerzas y por ello debe actuar muchas veces “a la desesperada”, sin saber si su acción servirá para algo o su sacrificio será totalmente inútil. Recuerdo un momento de la película Robin y Marian: Robin Hood desobedece la orden del rey Ricardo de que incendie un castillo y dé muerte a sus ocupantes (mujeres y niños), por lo que termina en el calabozo con su amigo Little John. Cuando este le reprocha su actitud, Robin le pregunta: “¿No querrías que los matara?”, y Little John responde: “Tampoco los has salvado: ellos están muertos y nosotros prisioneros”. Es cierto que, si se admite la existencia de Dios, al final no habrá dado igual que Robin haya actuado de una forma u otra[37], pero ¿y si efectivamente diera igual?, ¿desaparecería así nuestro deber de resistir al tirano? El cine y la novela del siglo XX nos ha presentado centenares de héroes que llevan su compromiso ético hasta el final y lo hacen compatible con una actitud escéptica no solo ante el más allá, sino incluso en la posibilidad de que los eternos problemas que han aquejado a este mundo desde siempre tengan alguna vez solución. Estos personajes, quijotes que ya no creen en dulcineas ni en caballeros andantes pero siguen actuando como tales, nos conmueven más por su estética que por su ética: su gesto aparece más bello cuanto más inútil es[38]. El hombre es un ser de misterios y paradojas: admiramos a estos héroes románticos y tendemos a pensar que hicieron lo que debían, pero quizá no nos resulte fácil explicar por qué.
La culpa como indicio de la participación en un orden sobrenatural
Otra forma de argumentar la dependencia lógica de la ética respecto a la teología insiste en un punto ya mencionado: el carácter sagrado del mandato moral. La encontramos en un autor como Kolakowski[39], quien defiende que cualquier valoración moral presupone la existencia de un orden distinto al orden natural que conocemos por la experiencia.
Nos preguntamos qué significan los predicados “bueno” y “malo” en sentido moral y si nuestra única fuente de información es la experiencia sensible nos veremos obligados a identificar “bueno” con “placentero” y “malo” con “doloroso”; es más, si se nos pidiera que justificáramos tal equivalencia no podríamos hacer otra cosa que tomarla como evidente y, en el mejor de los casos, decir que todo el mundo opina de la misma forma: nadie busca el dolor ni evita el placer si no es porque actuando así cree alcanzar otros placeres superiores o evitar otros dolores más difíciles de soportar; en todo caso, y aunque la tendencia natural pueda (y solo en el caso del hombre) no seguirse, nadie negará que tal tendencia existe.
Kant criticó contundentemente cualquier intento de fundamentar la ética en las inclinaciones naturales del ser humano, distinguiendo entre el “imperativo categórico”, el único imperativo propiamente dicho, y los “consejos” o “recomendaciones” que son los medios convenientes para alcanzar un fin ya dado (el placer o felicidad propios). Aparte de los argumentos usados por Kant (básicamente uno: la experiencia no puede proporcionar leyes universales e incondicionadas), podemos pensar que difícilmente encontraremos disposición natural alguna (aparte de un difuso y generalmente débil “sentimiento de humanidad”) que amplíe la inclinación al placer propio incluyendo también el placer y la felicidad ajenos. En el momento en que dejamos de ser simplemente hedonistas y pasamos a ser al menos utilitaristas tropezamos con el hecho de la obligación moral: debo actuar para ayudar a la felicidad general, incluso en el supuesto de que esta actuación suponga sacrificar parte de mi felicidad personal; y este deber difícilmente procederá de una inclinación natural.
Dentro del orden natural, no puede haber más obligación que la legal: Supuesto un contrato original en el que cada miembro de la sociedad se compromete a renunciar a parte de sus intereses en beneficio del interés general, ya que de esta forma obtiene más que aquello a lo que renuncia y se protege frente a posibles peligros, la propia sociedad se dota de instituciones para castigar al que incumple estos compromisos. En último término, lo que mueve al individuo a aceptar unas obligaciones no es la convicción de que su cumplimiento es lo mejor para todos sino la de que es lo mejor para sí mismo, convicción esta inseparable de la posibilidad de ser castigado si no las cumple.
Si en el mundo humano solo existiera lo que acabamos de describir [a) la búsqueda del propio placer, b) la huida del dolor, c) un contrato social destinado a alcanzar la máxima cantidad posible de placer y la mínima cantidad de dolor compatibles con la existencia de la sociedad, d) la obligación legal basada en último término en el miedo al castigo] el sentimiento de culpa jamás aparecería: Cuando uno es menos feliz de lo que podría, sufre dolor o es castigado, el lamento por su propia condición (que podría expresarse “¡qué estúpido he sido!” o “¡qué mala suerte he tenido!”) no tiene nada que ver con la conciencia de culpa.
Y, sin embargo, la conciencia de culpa es inseparable del conocimiento moral. Lo dice claramente Kolakowski:
Nos preguntamos qué significan los predicados “bueno” y “malo” en sentido moral y si nuestra única fuente de información es la experiencia sensible nos veremos obligados a identificar “bueno” con “placentero” y “malo” con “doloroso”; es más, si se nos pidiera que justificáramos tal equivalencia no podríamos hacer otra cosa que tomarla como evidente y, en el mejor de los casos, decir que todo el mundo opina de la misma forma: nadie busca el dolor ni evita el placer si no es porque actuando así cree alcanzar otros placeres superiores o evitar otros dolores más difíciles de soportar; en todo caso, y aunque la tendencia natural pueda (y solo en el caso del hombre) no seguirse, nadie negará que tal tendencia existe.
Kant criticó contundentemente cualquier intento de fundamentar la ética en las inclinaciones naturales del ser humano, distinguiendo entre el “imperativo categórico”, el único imperativo propiamente dicho, y los “consejos” o “recomendaciones” que son los medios convenientes para alcanzar un fin ya dado (el placer o felicidad propios). Aparte de los argumentos usados por Kant (básicamente uno: la experiencia no puede proporcionar leyes universales e incondicionadas), podemos pensar que difícilmente encontraremos disposición natural alguna (aparte de un difuso y generalmente débil “sentimiento de humanidad”) que amplíe la inclinación al placer propio incluyendo también el placer y la felicidad ajenos. En el momento en que dejamos de ser simplemente hedonistas y pasamos a ser al menos utilitaristas tropezamos con el hecho de la obligación moral: debo actuar para ayudar a la felicidad general, incluso en el supuesto de que esta actuación suponga sacrificar parte de mi felicidad personal; y este deber difícilmente procederá de una inclinación natural.
Dentro del orden natural, no puede haber más obligación que la legal: Supuesto un contrato original en el que cada miembro de la sociedad se compromete a renunciar a parte de sus intereses en beneficio del interés general, ya que de esta forma obtiene más que aquello a lo que renuncia y se protege frente a posibles peligros, la propia sociedad se dota de instituciones para castigar al que incumple estos compromisos. En último término, lo que mueve al individuo a aceptar unas obligaciones no es la convicción de que su cumplimiento es lo mejor para todos sino la de que es lo mejor para sí mismo, convicción esta inseparable de la posibilidad de ser castigado si no las cumple.
Si en el mundo humano solo existiera lo que acabamos de describir [a) la búsqueda del propio placer, b) la huida del dolor, c) un contrato social destinado a alcanzar la máxima cantidad posible de placer y la mínima cantidad de dolor compatibles con la existencia de la sociedad, d) la obligación legal basada en último término en el miedo al castigo] el sentimiento de culpa jamás aparecería: Cuando uno es menos feliz de lo que podría, sufre dolor o es castigado, el lamento por su propia condición (que podría expresarse “¡qué estúpido he sido!” o “¡qué mala suerte he tenido!”) no tiene nada que ver con la conciencia de culpa.
Y, sin embargo, la conciencia de culpa es inseparable del conocimiento moral. Lo dice claramente Kolakowski:
“No asentimos a nuestras creencias morales diciendo ‘eso es verdad’, sino sintiéndonos culpables si dejamos de acatarlas.”[40]
Aceptemos como criterio de conocimiento moral el imperativo categórico de Kant, es decir, que yo hago lo correcto cuando quiero que cualquier otro ser racional, si estuviera en mi mismo caso, actuara igual que yo. Aceptemos también que uno puede saber que actúa incorrectamente cuando quiere algo para sí y lo contrario para el resto de la humanidad. Sin embargo, ese ‘conocimiento’ no es todavía conocimiento moral: está en el mismo nivel que mi conocimiento del teorema de Pitágoras, puesto que aquí ‘incorrección’ significa simplemente incoherencia o contradicción: no es algo que me mueva a actuar de una manera, puesto que yo siempre puedo decir ‘¿y por qué debo querer actuar correctamente?’. Este es el sentido de la afirmación de Kolakowski: La creencia en que determinada acción es moralmente incorrecta solo puede significar que uno está comprometido vitalmente con tal creencia hasta el punto de que se sentiría culpable en el caso de llevar a cabo la acción que se cree incorrecta.
Pues bien, la idea de “culpa” alude necesariamente a un orden distinto del orden natural: el orden de lo sagrado. En fenomenología de la religión se considera el tabú como la primera expresión de lo sagrado: de hecho, “tabú” no es simplemente “prohibido”, sino “santo”, “cargado de fuerza”, “digno de respeto”, “lo que debe ser tratado con temor”. Ser culpable significa ser consciente de haber violado un tabú. Y esto es radicalmente distinto de temer un castigo; significa más bien “un sentimiento de temor reverente ante nuestra acción que ha perturbado la armonía del mundo”[41]. La culpa supone reconocerse parte de un orden cósmico que uno ha dejado de respetar, y este reconocimiento no puede ser llamado más que religioso.
Regreso a Sócrates
Se puede concluir que el sentido moral es uno de los accesos que tiene el hombre a la Realidad Absoluta. Así ha sido visto por todos los pueblos en todas las épocas, que han entendido que tampoco los dioses, al menos los dioses supremos, viven al margen o más allá del bien y del mal. De ahí la relación íntima entre ética y religión: es difícil concebir una vida profundamente moral al margen de un sentido religioso de la existencia. Y es que –como acabamos de ver- la idea misma de justicia baja del cielo a la tierra, cobra significado en la relación del hombre con lo sagrado y lo divino. Uno puede plantearse si esta referencia a lo sagrado implica una forma teísta de religión, y probablemente la respuesta –a la vista de ejemplos como el budismo- es que no.
Es el momento de volver brevemente al diálogo Eutifrón: Como vimos, Sócrates se plantea una alternativa entre dos opciones: “lo piadoso es piadoso porque agrada a los dioses” y “lo piadoso agrada a los dioses porque es piadoso”. También señalábamos de pasada que existía una tercera posibilidad: “lo piadoso” y “lo agradable a los dioses” tienen un fundamento común. Es ahora cuando estamos en condiciones de pensar esta tercera opción, pero referida no a la realidad en sí de lo justo y querido por Dios, sino a nuestra percepción de tal realidad. ¿Cómo aparece nuestro conocimiento de lo justo y lo injusto en sentido moral? Se puede decir que tal conocimiento surge en los mismos actos cognoscitivos y prácticos[42] por los que nos relacionamos con la Realidad Absoluta, es decir, el dominio de lo sagrado. La experiencia de lo sagrado es el fondo común del que surge tanto la idea de deber como la creencia en un ser supremo. Viviendo (y no solo pensando) en relación con lo sagrado, es decir, en referencia a un orden distinto y superior al meramente natural, cobran significado la idea de justicia como algo distinto de la pura legalidad y la noción misma de una voluntad divina. El sentido religioso de la existencia o mejor la religiosidad efectiva (ya que probablemente no exista, salvo en casos excepcionales, algo así como un “sentido religioso” separado de la práctica religiosa concreta) es el origen común y fuente última de sentido tanto de la ética como de la teología.
“La capacidad de
experimentar la culpa no procede de la aserción de que uno u otro juicio de
valor es correcto, ni puede, desde luego, identificarse con el miedo al castigo
legal... No es miedo a las represalias sino un sentimiento de temor reverente
ante nuestra acción que ha perturbado la armonía del mundo, una ansiedad que
sigue a la transgresión no de una ley sino de un tabú [...].
“La presencia de tabúes es
al mismo tiempo el pilar inamovible de cualquier sistema moral viable (a
diferencia de un sistema penal) y un componente integral de la vida religiosa;
así, un tabú es un vínculo necesario que enlaza el culto de la realidad eterna
con el conocimiento del bien y el mal.”
L. Kolakowski: Si Dios no existe...
Otras entradas sobre Filosofía de la Religión:
I.- Apuntes mínimos sobre Historia de la Ciencia de la Religión.
II.- La esencia de la Religión.
III.- Necesidad o Contingencia de la Religión.
IV.- Proyección y/o Revelación.
V.- Las formas a priori de la experiencia religiosa.
VI.- Ética y divinidad.
VII.- El problema de la existencia de Dios.
VIII.- El simbolismo en la Religión.
Apéndice: Apuntes mínimos sobre Historia de las Religiones.
[1]Se debe matizar lo anterior si distinguimos entre “justo” y
“bueno”: “bueno” sería lo positivamente querido por Dios, “justo” aquello que
Dios no prohíbe. En adelante, sin embargo, y salvo que se diga expresamente lo
contrario, los adjetivos “justo” y “bueno” (en sentido moral) son tomados como
sinónimos.
[2]Frege pone el ejemplo de “lucero del alba” y “lucero de la
tarde”: dos expresiones con la misma referencia (el planeta Venus), pero
distinto significado.
[3]Por supuesto, el alumno puede mentir y no creer que
la nota sea realmente injusta sino querer modificarla porque ese es su interés,
pero si los significados de “justo” y “querido por Dios” fueran idénticos un
alumno ateo o agnóstico mentiría necesariamente al hacer cualquier
valoración moral. En esta hipótesis, no habría contradicción entre dos
proposiciones del tipo “X es justo” y “X es injusto”: ambas son falsas, ya que
son lógicamente equivalentes a “Dios quiere X” y “Dios no quiere X” (según la
teoría de Russell, toda proposición singular presupone la existencia de su
sujeto). Del mismo modo, no son contradictorias las proposiciones “El número
más alto es par” y “El número más alto es impar”, o “El rey Melchor es más
viejo que Papá Noel” y “Papá Noel es más viejo que el rey Melchor”. La
conjunción de ateísmo y reducción teológica de los enunciados éticos produce
una curiosa forma de relativismo moral: todas las valoraciones éticas tienen el
mismo valor de verdad porque todas son falsas (se puede mostrar la
inconsistencia de tal reducción señalando que en los presupuestos de cualquier
discusión moral está que una de las posiciones es verdadera y la otra falsa,
independientemente de que los que discuten sean ateos, agnósticos o teístas).
[4]Ockham
deduce de la definición de Dios como ser omnipotente el poder de hacer o mandar
hacer cualquier cosa que, al hacerse, no incluya contradicción: “Dios puede
virtualmente ser odiado por una voluntad creada... Puesto que el ser realizado
tal precepto no incluye contradicción, porque la criatura puede hacerlo, se
sigue que Dios puede ordenarlo... Así pues, la voluntad obediente a tal
precepto, establecido por Dios, merecería la beatitud.” (Ockham: Principios
de Teología).
[5]Se
entiende: “importa poco para lo que aquí
tratamos” (el valor ético de la acción); por supuesto, tanto a Abraham como
a Isaac sí les importa, y mucho, el resultado.
[6]El voluntarismo divino no consiste en afirmar que en cada
situación Dios ordena o prohíbe, de forma arbitraria, lo que le parece bien
(esto sería una curiosa variante de la ética de situación, de la que solo se
distinguiría en que el valor moral es creado en cada caso por Dios y no por el
sujeto actuante), sino que la fuente de la moral es el mandato divino. Este
mandato ha sido expresado una vez en el Sinaí y está contenido en la
revelación, pero Dios puede libremente contradecir su propio mandato y ordenar
el asesinato, el robo, la fornicación, etc., tal como aparece en el Biblia.
[7]En la
actualidad los teólogos lo tienen más fácil, puesto que la exégesis no
presupone la historicidad de estos relatos; aunque son reflejo de una
mentalidad acerca de Dios que se puede juzgar equivocada, tal “error” es
compatible con la revelación divina en cuanto que esta se realiza
progresivamente, adaptándose a las formas de pensar de los hombres de cada
época; es más, incluso en el supuesto de que la leyenda del sacrificio de Isaac
tenga efectivamente una base histórica, no hay necesidad de ver en ella la
prueba del mandato divino de matar a un inocente: alguien escucha una voz, pero
si solo él la oye, ¿cómo saber si es la voz de Dios o la del propio
inconsciente?
[8]Ex
11,2-3; 12,35-36. Dios manda a los hebreos “que cada uno pida a su vecino
objetos de plata y oro” y posteriormente se marchan sin devolverlos. ¿Se trata
de una donación voluntaria? Un comentador del texto explica: “La prontitud con
que los egipcios proporcionan oro, plata y ropas a los esclavos que parten
resulta fácilmente explicable. Para la mentalidad de los egipcios, Yahvé, el
dios de los israelitas, había demostrado su poder; sería una afrenta permitir
que su pueblo partiera con las manos vacías” (John E. Huesman, S.J.: “Éxodo”,
en Comentario Bíblico “San Jerónimo”). También podría pensarse, dentro
de la moral católica, en un caso de justa
compensación por tantos años de trabajos forzados. La justificación de
Tomás de Aquino es más general en cuanto que no presupone que el hecho caiga
dentro de uno de estos dos supuestos (donación voluntaria o compensación
debida).
[9]Os 1,2:
Dios manda a Oseas que tome por mujer a una prostituta y “engendre hijos de
prostitución”.
[10]Dios, por mediación de Samuel, maldice a Sául por
haber desobedecido su orden explícita de purificar la tierra dejando con vida
al rey de los amalecitas. A la vista de los otros ejemplos, no es difícil
concebir el diseño básico de la justificación tomista: Dios es dueño de la
tierra y de sus habitantes y puede disponer libremente de ellos. Lo curioso es
que Santo Tomás ni siquiera se plantea aquí la posibilidad de una injusticia
ordenada por Dios: se trata, como en las cruzadas, de “guerra santa”. El
pensamiento filosófico está también sometido a condicionamientos ideológicos.
[11]Santo Tomás está diciendo que, aunque la ley natural debe
cumplirse siempre, la prohibición de matar a un inocente (que pertenece a la
ley natural) admite al menos una excepción: si el poder divino causa la muerte
siempre, es indiferente por qué medio lo haga, aunque sea el mandato de matar
dirigido expresamente a una persona justa que no deja de serlo por obedecer
este mandato. Lo que se da por sobreentendido es que la naturaleza es una forma del mandato divino (pues lo que se llama
“muerte natural” es también muerte por mandato de Dios), y así un asesinato por mandato de Dios no
sería tal asesinato.
[12] El robo “se justifica” porque Dios es el dueño de todas
las cosas, mientras que los poseedores humanos serían meros administradores: El
verdadero propietario tiene siempre derecho a cambiar un administrador por
otro. No se trata tanto de justificar un
robo como de declarar que en realidad no existe tal robo. Por un
razonamiento similar puede justificarse el adulterio “por mandato divino”: En
virtud de una ley divina, la mujer pertenece al marido, pero de la misma forma
que Dios ha entregado una mujer a su marido puede entregarla a quien quiera, y
en ese caso no habría adulterio.
[13] Uno
podría preguntarse si, al declarar que todo lo que Dios manda es por eso mismo
natural, Santo Tomás no está negando en cierto modo la distinción
natural-sobrenatural.
[14]Lo que aquí puede plantearse es si hay un único
concepto de “justicia” o más bien dos, el que se deduce del derecho divino y el
que nace del bien de la criatura. En el primer caso, entendiendo la justicia
como el derecho absoluto del Creador sobre la criatura (posesión suya),
cualquier decisión de Dios sería por eso mismo justa, p. ej., Dios podría con
justicia condenar por toda la eternidad a quien ha hecho todo lo posible
por servirle. La idea calvinista de “predestinación” no está demasiado lejos de
este planteamiento.
[15]Más
claramente en la Fundamentación de la
Metafísica de las Costumbres: Según Kant, no es lícito derivar la moralidad
de una voluntad divina sumamente perfecta “no solo porque no podemos intuir la
perfección divina y solo podemos deducirla de nuestros conceptos, entre los
cuales el principal es el de la moralidad, sino porque si no hacemos esto –y
hacerlo sería cometer un círculo grosero en la explicación- no nos queda más
concepto de la voluntad divina que el que se deriva de las propiedades de la
ambición y el afán de dominio, unidas a las terribles representaciones de la
fuerza y la venganza, las cuales habrían de formar el fundamento de un sistema
de las costumbres directamente opuesto a la moralidad.”
[16]“El peor servicio que puede hacerse a la moralidad
es querer deducirla de ciertos ejemplos. Porque cualquier ejemplo que se me presente
de ella tiene que ser a su vez juzgado según principios de la moralidad, para
saber si es digno de servir de ejemplo originario, esto es, de modelo; y el
ejemplo no puede ser en modo alguno el que nos proporcione el concepto de la
moralidad. El mismo Santo del Evangelio tiene que ser comparado ante todo con
nuestro ideal de la perfección moral, antes de que lo reconozcamos como lo que
es. Y él dice de sí mismo: ‘¿Por qué me llamáis a mí –a quien estáis viendo-
bueno? Nadie es bueno –prototipo del bien-, sino solo Dios –a quien vosotros no
veis-.’ Mas ¿de dónde tomamos el concepto de Dios como el bien supremo?
Exclusivamente de la idea que la razón a priori bosqueja de la perfección moral
y enlaza necesariamente con el concepto de una voluntad libre.” (cf. Fundamentación
de la Metafísica de las Costumbres, c. II).
[17]Hay que
cumplir las normas para que a uno le vaya mejor en la vida (p. ej., en el
cuento del “pastor mentiroso” : aunque el mentiroso crea conseguir un beneficio con sus
mentiras, la costumbre de mentir acaba perjudicando al mismo mentiroso).
[18]Si no existe objetividad, no son posibles la verdad
ni el error (uno solo puede equivocarse si existe una realidad que no ha sido
captada adecuadamente por el pensamiento).
[19]Cf.
Sartre, El existencialismo es un humanismo: “Ante todo se puede juzgar (y este
no es un juicio de valor, sino un juicio lógico) que ciertas elecciones están
basadas en el error y otras en la verdad. Se puede juzgar a un hombre diciendo
que es de mala fe... Se podría objetar: ¿por qué no podría elegirse a sí mismo
de mala fe? Respondo que no tengo que juzgarlo moralmente, pero defino su mala
fe como un error. La mala fe es evidentemente una mentira, porque disimula la
total libertad del compromiso... Si se me dice: ¿y si quiero ser de mala fe?,
responderé que no hay ninguna razón para que no lo sea, pero yo declaro que
usted lo es, y que la actitud de estricta coherencia es la actitud de buena fe.
Y además puedo formular un juicio moral. Cuando declaro que la libertad a
través de cada circunstancia concreta no puede tener otro fin que el de
quererse a sí misma, si el hombre ha reconocido que establece valores, en el
desamparo no puede querer sino una cosa, la libertad, como fundamento de todos
los valores.” Se llama mala fe a la invención de excusas para no hacerse
cargo uno de las propias elecciones. El desamparo
es la situación de quien no puede respaldar su elección en ningún valor a
priori. La angustia deriva de estar
forzado a elegir y deber hacerse uno responsable de las consecuencias de sus
elecciones.
[20]Y aunque
lo fuera, tampoco estaríamos obligados a rechazarla, ya que la libertad de la
elección es total hasta el punto de que puedo basarla en una contradicción o
absurdo lógico.
[21]Kant
sostiene que no: En todo caso, uno puede
saber si actúa correctamente o “conforme al deber”, pero nunca si su motivación
es genuinamente ética o “por deber”: “Es, en realidad, absolutamente imposible
determinar por experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima
de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya tenido su asiento
exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber” (Fundamentación
de la Metafísica de las Costumbres, c. II). [“Máxima”: Principio subjetivo
de la acción, es decir, lo que lleva al sujeto a actuar de una forma]. Con
posterioridad a Kant, las investigaciones sobre el inconsciente han introducido
nuevos motivos de duda: ¿No puede ocurrir que, creyendo obedecer a la ley
moral, en realidad actuemos movidos por unos impulsos desconocidos para
nosotros mismos?
[22]Es sabido
que en los años 70 la policía de Nueva York hizo pública una lista de
recomendaciones para “hacer de su hijo un delincuente”, una de las cuales era
“no le proporcione ninguna educación religiosa, deje que él mismo decida cuando sea mayor de edad”.
[23]Una “hoja
parroquial” fechada el 14 de enero de 2001 hace la siguiente presentación del
tema: En una columna, bajo el título “Irrelevancia de Dios”, algunas frases que
describen la situación de la religión en el mundo actual: “Hacer presente la fe
en la vida diaria se está volviendo una rareza”, “ser creyente se considera
ahora atrasado e incluso raro”, “en las familias disminuye cada día más la
transmisión más elemental de oraciones y prácticas religiosas”, “la increencia
actual no consiste en negar que Dios existe, sino en dar por sentado que Dios
no interesa”, “el problema no es que haya ateos, sino que la sociedad organiza
la vida como si Dios no existiera”. En la columna paralela, algunos titulares
de periódicos que ejemplifican la idea de un “Mundo deshumanizado”:
“Setecientos millones de pesetas por clonar la perrita de unos millonarios”,
“vigésimo ataque a la parlamentaria navarra Asun Apesteguía”, “agentes
marroquíes y españoles metidos en el tráfico de inmigrantes”, “la prostitución
(el 15 % del P.I.B. en Filipinas) en peligro por la caída de las monedas
asiáticas”, “en Sudán mueren cientos de personas cada día”. Finalmente, se
explicita la conclusión que se debe sacar de la comparación de ambas columnas:
“¿No tendrá algo que ver la menguante humanidad de nuestro mundo con la
creciente irrelevancia de Dios?”. A pesar de la indudable eficacia de tal
presentación, uno tiene derecho a preguntarse si realmente existe la conexión
causa-efecto entre los hechos de ambas columnas; si, por ejemplo, la columna de
la derecha habría sido muy diferente si los datos de la izquierda hubieran
variado sustancialmente (¿no se daban también situaciones parecidas en épocas
de mayor vivencia religiosa?, ¿no es precisamente Filipinas –el 15 % del P.I.B:
procedente de la prostitución- uno de los países con mayor implantación de la
Iglesia católica?, ¿no es posible que algunos rasgos de ciertas religiones –p.
ej., la relativa facilidad de la
obtención del perdón divino por medio de la confesión sacramental- favorezcan
la despreocupación ética?). Tampoco conviene olvidar la tesis de Weber según la
cual en la génesis del sistema capitalista (en definitiva causante del
empobrecimiento de ciertos países, lo que les obliga a utilizar la prostitución
como recurso económico) se hallan, entre otros factores, ciertas creencias
acerca de la divinidad. En todo caso, en este tipo de discusiones siempre habrá
disponibles suficientes argumentos para que cada una de las partes se reafirme
en sus posiciones previas.
[24]Otra
cuestión diferente es la de los seres supremos o “dioses grandes” de las
religiones primitivas, estudiados por Andrés Lang y por Wilheim Schmidt, que en
general aparecen como guardianes o vigilantes del cumplimiento de unos
mandamientos éticos.
[25]Descripción
de Kant: “Todos los imperativos se expresa por medio de un ‘debe ser’ y
muestran así la relación de una ley objetiva de la razón a una voluntad que,
por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por tal ley
(una constricción). Dicen que sería bueno hacer u omitir algo; pero lo dicen a
una voluntad que no siempre hace algo solo porque se le represente que es bueno
hacerlo.” (Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, II).
[26]Si un
mandato puede ser desobedecido sin ninguna conciencia de culpa, ello significa
que ha dejado de ser percibido como tal mandato (moral): ya no me siento
obligado a obedecerlo.
[27]E.
Durkheim: Determinación del hecho moral.
[28]Se
entiende: Durkheim no logra su propósito de sustituir la metafísica por
ciencia, entendida esta al modo
positivista. La cuestión es si es posible una ciencia totalmente libre de
presupuestos metafísicos. El error de Durkheim no es tanto hacer metafísica
cuanto pretender que es posible no hacerla.
[29]En ambos
casos, además, hay referencias expresas tanto a un “mandato divino” como a un
“servicio a la sociedad”.
[30]S. Freud: Tótem y tabú, cap. IV.
[31]Freud explica esta contradicción por la
contradicción misma que aparece en la actitud del hijo respecto al padre: lo
odia a la vez que lo ama y admira. Una vez cumplidos (en la realidad o
en la fantasía) los deseos incestuosos y parricidas, los sentimientos positivos
se imponen sobre los negativos y aparece el sentimiento de culpa; identificado
con el padre, es el sujeto quien ahora se castiga a sí mismo. Al margen de que
los hechos psicológicos aducidos sean o no ciertos, no es una verdadera
explicación del origen de la moralidad en cuanto que el dolor natural (por la muerte del ser
querido y admirado) más la conciencia de haber causado el hecho que está en el
origen de este dolor solo se traduce en sentimiento de culpa si presuponemos la
condición moral del sujeto.
[32]Recuérdese
el mito del pecado original: Adán y Eva solo son “conocedores del bien y del
mal” una vez que se han hecho culpables. En tradiciones religiosas muy
distantes entre sí existen relatos sorprendentemente parecidos a la narración
bíblica (cf. J. G. Frazer: El folklore en el Antiguo Testamento, II).
[33]En sus
escritos póstumos, Kant identifica a Dios con la razón práctica: “Dios es la
razón ético-práctica autolegisladora”; “En la idea de Dios como ser moral
vivimos, nos movemos y somos, estimulados por el conocimiento de nuestros
deberes como mandatos divinos. El concepto de Dios es la idea de un ser moral
que como tal juzga y manda universalmente. Tal ser no es un objeto hipotético:
es la razón práctica misma, en su personalidad, con sus fuerzas motrices
propias, dominando los seres del universo y sus fuerzas.”; “Hay un Dios
presente en la razón práctica moral..., pero su existencia no es la de un ser
exterior al hombre.”
[34]Otra
cuestión diferente es si es concebible una “moral sin obligación”, tal como lo
sería cualquier ética hedonista (las normas, o más bien consejos, de
comportamiento son el resultado de calcular las cantidades de placer y dolor propios que acarrea cada decisión) o tal
como Bergson entiende la “moral superior”, nacida del impulso vital (cf. Las
dos fuentes de la moral y la religión). Es muy probable que la obligación
(o el deber) sea solo un aspecto del hecho moral, pero cuesta imaginar una
ética en la que la idea de “deber” se halle totalmente ausente.
[35]Uno puede
apreciar cierto parentesco entre la idea kantiana de “incondicionado” y la idea
de “sagrado” tal como aparece en Durkheim y posteriormente en Otto y la
fenomenología de la religión.
[36]Crítica de la razón práctica, I, l. II, c. 2, V.
[37]La
diferencia entre la perspectiva divina y la humana es que la primera puede
captar la Historia en su totalidad, se sitúa ante la Historia como si esta ya
hubiera transcurrido: es desde este punto de vista, y no desde la perspectiva
parcial del ser que está inmerso en la Historia, desde donde debe valorarse si
es o no indiferente el compromiso ético que uno asume.
Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1968) |
[39]L.
Kolakowski: Si Dios no existe..., Madrid, Tecnos, 1985.
[40]L. Kolakowski: o.c., p. 192.
[41]L. Kolakowski: o.c., p. 193.
[42]La
separación entre “conocimiento” y “acción” no es aquí tajante: en la religión,
uno conoce a Dios en la medida en que entra en relación con Él, y esta relación
abarca desde los actos de culto (oración y sacrificio) hasta el cumplimiento de
unos mandatos morales.
Esquema-guión
1. Prólogo socrático: El
diálogo Eutifrón.
2. ¿Significa “lo justo” lo
querido por Dios? Una reducción al absurdo.
3. ¿Por qué lo justo es lo
que Dios quiere?
3.1.
Posibilidad A: Lo justo es justo
porque lo quiere Dios.
3.2.
Posibilidad B: Dios quiere lo
justo porque es justo.
4. La autonomía como momento
necesario de la moralidad.
5. Dos sentidos de “autonomía
moral”.
5.1.
La autonomía como creación de
valores.
5.2.
La autonomía como reconocimiento
de valores.
6. Creencia en Dios y
comportamiento ético.
6.1. En un plano psicológico.
6.2. En un plano sociológico.
6.3. En un plano histórico-antropológico.
6.4. En un plano lógico-gnoseológico.
7. Presupuestos teológicos de
las valoraciones morales.
7.1.
Exterioridad e incondicionalidad
del mandato moral.
7.1.1. El punto de vista de Durkheim.
7.1.2. Irreductibilidad del sentido de culpa al miedo al castigo.
7.1.3. Kant: La razón como autolegisladora.
7.2. La tarea moral como aspiración a un ideal de perfección.
7.3.
La culpa como indicio de la participación en un orden sobrenatural.
Regreso a Sócrates: El fundamento común de la
ética y la teología.
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