Variaciones, reinvenciones y resurrecciones
Aquejados de
una dolencia moral semejante al complejo de Edipo, los detectives de novela
tienen la fea costumbre de orinar sobre las tumbas de sus antepasados. Sherlock
Holmes lo hizo sobre la de su padre Auguste Dupin (padre espiritual, se
entiende, pues los personajes literarios no suelen tener descendencia física
como las ideas no dan lugar a existencias, argumentos ontológicos aparte). En Los asesinatos de la calle Morgue, Dupin exhibe su destreza deductiva
reconstruyendo la cadena de pensamientos del silente acompañante de paseos y
cómplice de extravagancias. Lo mismo haría, varias décadas después, Holmes para
sorpresa del siempre dispuesto a sorprenderse doctor Watson.
También la
micción holmesiana discurre más espiritual que biológica, más metafórica que literal. En realidad, Holmes fue hijo de muchos padres, algunos ficciones literarias
como el Dupin de Poe o el sargento Cuff de Wilkie Collins (La piedra lunar), otros físicamente consistentes como el delincuente-policía
Vidocq, el doctor en medicina Joseph Bell o el más conocido de todos, el
escritor y cazador de hadas Arthur Conan Doyle. Este último dejó a la
posteridad uno de los mayores monumentos a la desvergüenza, cuando en su Estudio en escarlata puso en boca del
pobre Sherlock sentencias vomitadas a traición como puñaladas traperas: “Dupin
era un hombre que valía muy poco. Aquel truco suyo de romper el curso de los
pensamientos de sus amigos con una observación que venía como anillo al dedo,
después de un cuarto de hora de silencio, resulta petulante y superficial”. Y
se quedó tan tranquilo, ¡él, que no hizo otra cosa que volver una y otra vez a
los mismos recursos narrativos de Poe!