viernes, 1 de diciembre de 2017

Platón


Apuntes mínimos de Historia de la Filosofía, capítulo 5



Platón visto por Rafael: para conocer la verdad hay que mirar a lo alto.
Se puede decir que Sócrates es la más clara influencia de la filosofía de Platón, quien recoge de él la concepción de la filosofía como diálogo. El diálogo socrático, al menos como ideal, es un camino hacia la verdad que atraviesa dos fases: ironía y mayéutica. La primera consiste en una reorientación de la mente, a fin de buscar la verdad donde esta puede ser encontrada y no en los lugares comunes donde nos llevan los prejuicios aceptados más o menos conscientemente (o [y esto es un presupuesto que Platón añade al método socrático] las inclinaciones impresas en el alma por su unión con el cuerpo, unión que provoca un estado mental que puede lla­mar­se, con entera propiedad, “ol­vi­do” del verdadero ser). Se trata de un proceso similar al que se en­cuentra narrado en el mito de la caverna: el pri­sio­ne­­ro debe dar la espalda a las sombras y mi­rar hacia otro lado pa­­ra descubrir las verdaderas realidades.
Esta “nueva orientación de la mirada” es vivida primero como un “en­tor­pe­cerse”, un abandonar las antiguas segu­ridades y en­con­trar­se pro­vi­sionalmente perdido, sin saber dónde dirigir la vista. La mayéutica le aconseja entonces bus­car en su interior el ver­dadero conocimiento. Platón entiende la mayéutica so­crá­ti­ca como re­mi­niscencia (en griego, anámnesis): la verdad que se busca es co­no­cida desde antes de nacer, pues­to que el alma existía an­tes de unirse con el cuerpo.
Sin embargo, la unión con el cuerpo pone al hombre en la situación de confundir las som­bras con la verdadera rea­­­lidad. Para descubrir la verdad, debe romper las cadenas del cuer­po, ascender por una cuesta empinada y acostumbrar los ojos a la luz del sol. A esto se le lla­ma dialéctica, y no es un proceso fácil: cada paso en el progreso del conocimiento implica do­lor y renuncia, la pérdida de las seguridades an­ti­guas. Cuando, tras mucho esfuerzo, el prisionero logra sa­lir de la caverna, su primera reacción es la de mirar hacia el sue­lo y taparse los ojos: la luz del sol le ciega. Poco a po­co, sin embargo, la vista se acostumbra a la nueva si­tua­ción; de la misma forma, la mente se va adaptando a un co­no­­cimiento cada vez más alejado del mundo material.
El fin de la dialéctica es el conocimiento de la verda­de­ra realidad o realidad en sí, el mun­do de las ideas. Las ide­as son aquello que hace posible la ciencia (cono­cimiento de lo uni­ver­sal y permanente), ya que esta no podría existir si to­do fuera un perpetuo fluir. Son la tra­duc­ción, en el plano del ser, de lo que para Sócrates era el con­cep­to universal (be­lleza, valor, pie­dad, amistad...) en el del conocimiento moral. Las ideas o formas son realidades que no cam­bian, auto­su­fi­cien­tes y eternamente perfectas: son por ello el modelo que las cosas aspiran a realizar sin conseguirlo nunca. Son inte­li­gi­bles, es decir, solo pueden ser conocidas por la ra­zón y no por los sentidos.
La idea central de la metafísica platónica está tomada de Parménides: el verdadero ser es lo uno y permanente, lo que es siempre igual a sí mismo, mientras que lo diverso y cambiante (lo sensible) es una mezcla de ser y no ser, que, como mucho, aspira al verdadero sin llegar nunca a alcanzarlo del todo.
A las realidades permanentes que constituyen el ser verdadero Platón las llama ideas o formas: no son meros pensamientos, sino esencias: la justicia, la belleza, el bien, etc., que son incluso más reales que las cosas que reciben su nombre porque participan de ellas; p. ejemplo, si no hubiera belleza no podría haber cosas bellas, pero la belleza seguiría siendo real incluso en el supuesto de que todas las cosas bellas desaparecieran.
La relación entre mundo sensible y mundo de las ideas aparece representada en el mismo mito de la caverna: la caverna (mundo sensible) imita al mundo real, que está fuera de ella; y tanto dentro como fuera de la caverna se establece una jerarquía entre modelos e imitaciones. En el interior, las sombras imitan a los muñecos, que a su vez se realizan moviéndose en torno al fuego; fuera, las sombras y reflejos imitan a los objetos, animales, personas… reales, que viven gracias al sol (imagen de la idea suprema o idea del bien).
 Por lo tanto, las ideas están jerarquizadas, y en su cima está la idea más perfecta, el bien en sí. Solo el conocimiento de esta idea puede guiar a los hombres en su acción. Por eso solo de­ben ejer­cer la política los que conocen el bien en sí, los sa­bios o filósofos. La ciudad debe organizarse co­mo el alma, con una parte gobernante (razón) y una parte dirigida a la ac­ción (el apetito, a su vez dividido en irascible y con­cu­pis­ci­ble). En la ciudad, los militares corresponden al ape­ti­to iras­ci­ble y los trabajadores manuales al apetito concupiscible.
Como ya hemos dicho, la teoría platónica del conocimiento puede sintetizarse en una frase: “conocer es recordar”; o, lo que es lo mismo, “conocer es re-conocer”. Precisemos para evitar malentendidos que, en sentido estricto, "conocer" no significa aquí enterarse de hechos (variables, contingentes), sino captar esencias (permanentes, necesarias): por ejemplo, no necesito "recordar" que "hoy hace sol", lo veo al mirar por la ventana, pero sí lo que son los números, la justicia, la amistad o la belleza. Podemos ver que este pensamiento, conocido como "teoría de la reminiscencia” es el resultado de sumar las dos grandes influencias presentes en el pensamiento platónico:
a) El diálogo socrático, especialmente la mayéutica: buscar la verdad en el interior de la mente, no en contenidos aprendidos que la mente puede “soportar”, pero que no llega a reconocer como propios.
b) La ideología órfico-pitagórica, con su insistencia en la preexistencia e inmortalidad del alma, capaz de conocer la verdadera realidad antes de la unión con el cuerpo y que, por tanto, después de que esta unión se ha producido debe esforzarse para recuperar esos conocimientos ya sabidos pero olvidados.
Las dos exposiciones más conocidas de la reminiscencia en la obra de Platón figuran en sendos diálogos: Menón y Fedón. El primero introduce el tema sobre un trasfondo netamente socrático como la indagación sobre la virtud: tras varios intentos fallidos de definir la virtud, Menón trata de paliar su fracaso mediante el recurso de mostrar la inutilidad de cualquier búsqueda (o buscamos lo que ya sabemos, y entonces es innecesario buscarlo, o buscamos lo que no sabemos, y entonces nunca sabremos si lo encontramos), a lo que Sócrates responde señalando una tercera posibilidad: buscamos lo sabido pero olvidado; para ilustrarla, hace llamar a un esclavo ayuno de lecciones de Geometría, que, al ser interrogado por Sócrates, demuestra poseer conocimientos matemáticos reconociendo que el cuadrado de doble superficie que otro cualquiera se engendra a partir de la diagonal de este último (es decir, una aplicación del mismísimo teorema de Pitágoras que, por supuesto, el esclavo no había aprendido en esta vida).
La exposición del Fedón es: si tomamos dos objetos que puedan ser llamados “iguales”, en seguida comprobaremos que estos dos objetos cualesquiera pueden ser considerados tanto ejemplos de igualdad como de desigualdad; lo mismo si pensamos en objetos bellos, buenos, etc. Decir que dos objetos son iguales, pero no del todo, es compararlos con una igualdad total y absoluta que no hemos conocido en el mundo de los sentidos, pero que sí conocemos (pues de otro modo no podría ser tomada como término de comparación con esas otras igualdades imperfectas). El razonamiento es extremadamente simple, tanto que casi da vergüenza tener que explicitarlo: conocemos la igualdad perfecta, no la hemos conocido en este mundo, luego la hemos conocido en otro mundo.
Esquema de la alegoría de la línea (República, libro V)
Quizá el texto más claro en lo que se refiere a la concepción platónica de la verdad sea el final del libro V de República, la famosa “alegoría de la línea”. En ella queda clara la estricta correspondencia entre grados de ser y grados de conocer (o de verdad). Así, tenemos dentro de la opinión, como un primer grado que apenas merece el nombre de “conocimiento”, la eikasía o “imaginación” (representación de imágenes); después, la pistis o “creencia”: percepción de objetos sensibles. De la misma forma que la imaginación imita a la percepción, y conserva algo de su verdad, la opinión o conocimiento sensible en su totalidad no posee la verdad por derecho propio, sino sólo participa de la verdad inteligible. Esta se da también en dos grados: el “razonamiento” (dianoia), propio de las matemáticas, y la “intuición intelectual” (noesis). Solo a esta última, conocimiento directo de los objetos plenamente inteligibles o ideas puras, corresponde la verdad en sentido propio y estricto.

El proceso descrito en el anterior párrafo, ascensión desde las formas de conocimiento más imperfectas a las superiores, no es solo el de una mente individual, sino que podemos decir que refleja la historia del pensamiento filosófico hasta el propio Platón: el primer momento (eikasía) sería la opinión vulgar o pre-filosófica, el de las personas que se fían únicamente de sus sentidos y, donde estos no llegan, sustituyen el conocimiento por mitos; tras este, la pistis representa los primeros intentos de buscar una realidad oculta tras las apariencias: un principio único y permanente tras la variedad y cambio aparentes en la naturaleza, pero todavía se cree que este principio debe estar dentro de la propia naturaleza (dentro de la caverna platónica), ser un elemento más de esta como el agua, el aire o el fuego; los pitagóricos, al buscar el principio de la naturaleza fuera de esta (en el exterior de la caverna), representan la dianoia o razonamiento matemático; pero las matemáticas son solo un escalón hacia la meta final, la noesis o comprensión intelectual de esencias permanentes, paso que podemos encontrar anunciado en Parménides (permanencia del ser) y Sócrates (búsqueda del concepto universal, mediante la mayéutica), pero solo realizado en el propio Platón.
          ¿Qué le espera al hombre tras la muerte? En Fedón, un Sócrates ya ente­ra­men­te platonizado o pitagorizado de­mues­tra, poco antes de tomar la cicuta, que la muerte del cuerpo no es el fin de la existencia del alma. Esta seguridad le lleva a permanecer sereno mientras siente los efec­tos del veneno. El alma sigue viviendo, pero su suerte dependerá de cómo ha­ya sido su vi­da: si ha dominado la razón, vivirá para siem­pre en el mundo inmaterial; si, por el contrario, el alma ha sufrido el vértigo de su unión con el cuerpo y el apetito con­cupiscible ha impuesto la búsqueda de placeres, volverá a na­cer una y otra vez has­ta alcanzar la necesaria purificación.

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