Apuntes mínimos de Historia de la Filosofía, capítulo 11
Pintura de Tomás de Aquino, en Notre Dame de París. |
Para Tomás de Aquino solo hay una respuesta a la pregunta sobre la existencia de Dios (como, por otro lado, a cualquier otra pregunta posible), en este caso la afirmativa; sin embargo hay dos
formas de acceder a dicha respuesta: la fe en la revelación divina y en su depositaria, la
Iglesia, y el razonamiento filosófico sobre los llamados preambula fidei, es decir, lo que, estrictamente hablando, no es asunto de fe, sino más bien algo presupuesto por la fe (desde un punto de vista lógico, no psicológico: ¿cómo creer lo que Dios revela sin saber que Dios existe?). El modo como Tomás procede en esta cuestión nos
sirve para comprender la relación que establece entre razón
y fe, o filosofía y teología. Es conveniente
admitir por fe la existencia de Dios, pues muchos no podrán llegar a esta
verdad de otra forma, pero no es estrictamente necesario: la razón también puede demostrarlo. Contra los averroístas,
Tomás afirma que la verdad es una, no doble, por lo que razón y fe deben, si no coincidir exactamente,
al menos concordar (no contradecirse): son dos caminos distintos para llegar a la
misma verdad.
Nada impide al filósofo que es además creyente cristiano ensayar razonamientos que lleven a la mente al conocimiento natural de Dios. A este respecto, Tomás de Aquino rechaza el argumento ontológico de San Anselmo (que
deduce la existencia de Dios de su idea como “aquello cuyo mayor no puede
ser pensado”) y propone a cambio cinco pruebas o “vías” que parten de hechos
conocidos por la experiencia para llegar a una primera causa de dichos hechos,
que es siempre Dios (consultar cuadro aquí). Las llamadas cinco vías son:
a) La que parte
del movimiento y concluye la existencia de un primer motor inmóvil.
b) La que
parte de la producción de los seres y concluye la existencia de una causa eficiente
no causada.
c) La que
parte de la contingencia y concluye la existencia de un ser necesario por sí
mismo.
d) La que
parte de los grados de perfección entre las criaturas y concluye la existencia
de un ser perfectísimo.
e) La que
parte de la finalidad en los seres naturales y concluye la existencia de un
ser inteligente causante de dicha finalidad.
Como podemos
observar, Tomás de Aquino parte del mundo natural y en él encuentra vestigios
de su origen divino, vestigios que, a través de un razonamiento causal, nos
llevarán a esa causa primera “a la que todos llaman Dios” (y que se autodefine
en Ex 3,14: “yo soy el que soy”). He aquí la distinción tomista fundamental
entre el ser por esencia, Dios, aquel cuya esencia es existir, y el ser por
participación o criatura. Las criaturas han recibido su ser de Dios y
conservan en su propia naturaleza la huella de su origen como deseo de permanencia,
deseo de Dios.
La misma concordancia razón-fe presente en la teología la encontramos en temas como la ética o
la antropología. En cuanto a la moral, Tomás de Aquino reconoce la existencia de
una ley natural, “participación de la ley divina por la criatura racional”, coincidente
en el fondo con el Decálogo que Dios entregó a Moisés, pero cognoscible
racionalmente a partir de la propia naturaleza humana. Esta, el modo de ser del
hombre que permanece idéntico en todos los hombres y épocas, comprende tres
niveles:
a) El hombre
como sustancia, inclinado a conservar la vida, pues toda sustancia tiende a
conservar su propio ser.
b) El hombre
como viviente animal, inclinado a la unión sexual y la reproducción.
c) El hombre
como ser racional, inclinado a conocer la verdad y a vivir en sociedad.
A partir de la
comprensión de la naturaleza humana en sus tres niveles, la razón deduce cuáles
son los bienes que el hombre ha de buscar y cuáles los males que ha de evitar;
fines que, en definitiva, coinciden con los expresados por el mismo Dios en el
Sinaí: no matar, no robar, no mentir, no cometer adulterio, honrar a los
padres, adorar al dios verdadero y no inventarse otros...
La teoría
social y política, partiendo de la consideración aristotélica del Estado como
garante del bien común, establece la necesidad de que la ley positiva se ajuste
a la ley natural, o al menos que en ningún caso la contradiga; de no hacerlo
así, se trataría de una ley injusta que el hombre tiene derecho a no obedecer,
como tiene derecho a rebelarse contra la tiranía llegando, si preciso fuera, al
tiranicidio.
En la
antropología tomista, presentada como desarrollo de la aristotélica a pesar
de que esta parece ser contraria a la fe cristiana (y de hecho fue objeto de
numerosas condenas, en la misma época en que Santo Tomás daba a conocer su
pensamiento), se llega a la sustancialidad y, por tanto, inmortalidad del
alma sin dejar de afirmar su carácter de forma sustancial del cuerpo, que
necesita a este para realizar sus propias operaciones (hilemorfismo). El
ejemplo más claro lo tenemos en el conocimiento: Ya Aristóteles reconoció la
inmaterialidad del entendimiento por ser capaz de conocer esencias
universales, no ligadas a ninguna materia particular. Sin embargo, esta operación
la realiza a partir de datos obtenidos por su contacto con la materia,
concretamente los que proporcionan los sentidos corporales. Para Tomás de Aquino,
esto prueba que el alma es una sustancia incompleta: sustancia, y por tanto capaz
de subsistir separada del cuerpo, pero incompleta, y por tanto que busca ser
completada por su unión con el cuerpo.
Conclusiones
racionales, filosóficas, pero que concuerdan a la perfección con dogmas
cristianos como el de la resurrección corporal al final de los tiempos. No
podía ser de otro modo, si Dios es el origen de todo ser y toda verdad a la
que los hombres podemos acceder, bien utilizando la razón, bien creyendo en su
revelación.
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