martes, 12 de diciembre de 2017

La religión abraza a la filosofía (Tomás de Aquino)


Apuntes mínimos de Historia de la Filosofía, capítulo 11


Pintura de Tomás de Aquino, en Notre Dame de París.

Para Tomás de Aquino solo hay una respuesta a la pregunta sobre la existencia de Dios (como, por otro lado, a cualquier otra pregunta posible), en este caso la afirmativa; sin embargo hay dos formas de acceder a dicha respuesta: la fe en la revelación divina y en su depositaria, la Iglesia, y el razonamiento filosófico sobre los llamados preambula fidei, es decir, lo que, estrictamente hablando, no es asunto de fe, sino más bien algo presupuesto por la fe (desde un punto de vista lógico, no psicológico: ¿cómo creer lo que Dios revela sin saber que Dios existe?). El modo como Tomás procede en esta cuestión nos sirve para comprender la relación que establece entre razón y fe, o filosofía y teología. Es conveniente admitir por fe la existencia de Dios, pues muchos no podrán llegar a esta verdad de otra forma, pero no es estrictamente necesario: la razón también puede demostrarlo. Contra los averroístas, Tomás afirma que la verdad es una, no doble, por lo que razón y fe deben, si no coincidir exactamente, al menos concordar (no contradecirse): son dos caminos distintos para llegar a la mis­ma verdad.
Nada impide al filósofo que es además creyente cristiano ensayar razonamientos que lleven a la mente al conocimiento natural de Dios. A este respecto, Tomás de Aquino re­chaza el ar­gu­men­­to ontológico de San Anselmo (que deduce la existencia de Dios de su idea como “aque­­­llo cu­yo mayor no puede ser pensado”) y propone a cambio cin­co prue­bas o “vías” que parten de hechos conocidos por la ex­periencia para llegar a una primera causa de di­chos he­chos, que es siempre Dios (consultar cuadro aquí). Las llamadas cinco vías son:
a) La que parte del movimiento y concluye la exis­ten­cia de un primer motor in­móvil.
b) La que parte de la producción de los seres y con­clu­ye la existencia de una causa eficiente no cau­sada.
c) La que parte de la contingencia y concluye la exis­ten­cia de un ser necesario por sí mismo.
d) La que parte de los grados de perfección entre las cria­turas y concluye la exis­ten­cia de un ser perfectísimo.
e) La que parte de la finalidad en los seres naturales y con­cluye la existencia de un ser inteligente causante de dicha finalidad.
Como podemos observar, Tomás de Aquino parte del mundo natural y en él encuen­tra vestigios de su origen di­vi­no, vestigios que, a través de un razonamiento causal, nos llevarán a esa causa primera “a la que todos llaman Dios” (y que se autodefine en Ex 3,14: “yo soy el que soy”). He aquí la dis­tin­ción to­mis­ta fun­damental entre el ser por esencia, Dios, aquel cuya esencia es existir, y el ser por partici­pación o cria­tu­ra. Las criaturas han recibido su ser de Dios y conservan en su propia naturaleza la huella de su origen como deseo de per­manencia, deseo de Dios.
La misma concordancia razón-fe presente en la teología la encontramos en temas como la ética o la antropología. En cuanto a la moral, Tomás de Aquino reconoce la existencia de una ley natural, “participación de la ley divina por la criatura racional”, coincidente en el fondo con el Decálogo que Dios entregó a Moisés, pero cognoscible racionalmente a partir de la propia naturaleza humana. Esta, el modo de ser del hom­bre que permanece idéntico en todos los hombres y épo­cas, comprende tres niveles:
a) El hombre como sustancia, inclinado a conservar la vi­da, pues toda sustan­cia tiende a conservar su propio ser.
b) El hombre como viviente animal, inclinado a la unión sexual y la reproduc­ción. 
c) El hombre como ser racional, inclinado a conocer la verdad y a vivir en socie­dad.
A partir de la comprensión de la naturaleza humana en sus tres niveles, la razón deduce cuáles son los bie­nes que el hombre ha de buscar y cuáles los males que ha de evitar; fines que, en definitiva, coinciden con los expresados por el mismo Dios en el Sinaí: no matar, no robar, no mentir, no cometer adulterio, honrar a los padres, adorar al dios verdadero y no inventarse otros...
La teoría social y política, partiendo de la consideración aristotélica del Estado como garante del bien común, establece la necesidad de que la ley positiva se ajuste a la ley natural, o al menos que en ningún caso la contradiga; de no hacerlo así, se trataría de una ley injusta que el hombre tiene derecho a no obedecer, como tiene derecho a rebelarse contra la tiranía llegando, si preciso fuera, al tiranicidio.
En la antropología tomista, presentada como desa­rro­llo de la aristotélica a pesar de que esta parece ser contraria a la fe cristiana (y de hecho fue objeto de numerosas con­de­nas, en la misma época en que Santo Tomás daba a conocer su pen­samiento), se llega a la sus­­tan­cialidad y, por tanto, inmor­ta­lidad del alma sin dejar de afirmar su carác­ter de forma sus­­­tan­cial del cuerpo, que necesita a este para realizar sus pro­pias ope­ra­­ciones (hilemorfismo). El ejemplo más cla­ro lo tenemos en el co­no­cimiento: Ya Aristóteles reconoció la inmaterialidad del en­­­ten­di­mien­to por ser capaz de conocer esencias universales, no ligadas a ninguna materia par­­ti­cu­lar. Sin embargo, esta ope­ración la realiza a partir de datos obtenidos por su con­tac­to con la ma­­teria, concretamente los que proporcionan los sen­tidos corporales. Para Tomás de Aqui­no, esto prueba que el alma es una sustancia incompleta: sustancia, y por tanto ca­­paz de sub­sistir separada del cuerpo, pero incompleta, y por tanto que busca ser com­ple­ta­da por su unión con el cuer­po.
Conclu­siones racionales, filosóficas, pero que con­cuer­dan a la perfección con dogmas cristia­nos como el de la resu­rrec­ción corporal al final de los tiem­pos. No podía ser de otro mo­do, si Dios es el origen de todo ser y toda verdad a la que los hombres podemos acceder, bien utilizando la razón, bien cre­yendo en su revelación.

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