jueves, 28 de diciembre de 2017

Utopismo y Realismo


Apuntes mínimos de Historia de la Filosofía, capítulo 13


Papa y Emperador, un poder más fáctico que espiritual y otro más teórico que real, eran las dos espadas o columnas que garantizaban la unidad política de la cristiandad occidental durante la Edad Media, más allá de los intereses particulares de los reyes y señores feudales. Como vimos en la entrada anterior, el siglo XIV vive la fragmentación del poder de los papas, que es recuperado in extremis gracias a la teoría conciliarista (posteriormente condenada por los propios papas, recelosos de que los concilios amenazasen su privilegiada posición). Pero faltaba muy poco para que la unidad religiosa de Occidente se echara de nuevo a perder, y esta vez para siempre. La religión dejaría de ser referencia de unidad para convertirse en factor de división y causa de guerras: ¿dónde buscar, entonces, los principios de la política para un mundo que iba dejando atrás la Edad Media?
Tomás Moro, comunista y mártir de la fe
Estos principios se buscaron en distintos lugares. Para algunos, neoescolásticos como Francisco de Vitoria, el pensamiento de Santo Tomás de Aquino mantenía su vigencia y resultaba especialmente aplicable a las nuevas circunstancias surgidas tras el descubrimiento de América (Derecho de Gentes). Otros confiaban más en los griegos como Aristóteles y Platón y, a imitación de este último, proponían modelos de sociedad tan perfectos como probablemente irrealizables: “utopías” como la de Tomás Moro o “ciudades del sol” como la de Tomás Campanella, ambas basadas en un comunismo igualitario que era visto como eficaz antídoto contra el egoísmo, la codicia y la explotación de unos hombres por otros.
Tanto los utopistas como los neoescolásticos se planteaban los requisitos éticos de la acción política, buscando una organización social que alcance el ideal ético de la justicia y el bien común o al menos se aproxime a este ideal tanto como pueda. Pero cabe abordar la reflexión política desde otro enfoque, no tanto el de buscar el máximo bien como el de evitar el mayor mal. Para un gobernante el mayor mal es perder el poder, cosa que suele ocurrir cuando se ejerce de forma ineficaz. Lo que este gobernante debe saber es, por tanto, cómo conseguir el poder y, una vez conseguido, cómo ejercerlo para continuar en su posesión. Por otro lado, para un pueblo el mayor mal es la anarquía y sus secuelas de crímenes, guerras y miseria, por lo que debe buscar sobre todo la forma de evitarla incluso entregando el poder a déspotas absolutos. Ambos puntos de vista, que podemos tomar como complementarios, corresponden respectivamente a las teorías políticas de Maquiavelo y Hobbes.
Portada de El príncipe, de Maquiavelo
Empecemos por Maquiavelo. Un político no debe confiar nunca en que las cosas son como deben ser: si lo hace corre el riesgo de tomar decisiones tan bien intencionadas como destinadas al fracaso. En consecuencia, debe ver a los hombres no como espíritus puros movidos por elevados ideales, sino como seres mezquinos, cobardes y egoístas que cumplirán o no sus deberes cívicos en función de sus propias conveniencias, muchas veces más por miedo a perder la vida, la libertad o los bienes que por amor a la patria, la religión o los reyes. El príncipe no necesita ser religioso ni poseer una gran honestidad personal, es más, las convicciones morales y religiosas son generalmente contraproducentes en política; ahora bien, no debe tener ningún escrúpulo en utilizar la religión cuando convenga a los fines del Estado o aparentar una moral sin tacha ante el pueblo ignorante. La mentira siempre ha sido un arma al servicio de los políticos, pero nunca se les había aconsejado tan cínicamente su uso.
El pesimismo antropológico de Maquiavelo, que muchos preferirán llamar “realismo”, es compartido por Hobbes, de quien todo el mundo conoce su sentencia Homo homini lupus. Esa es la situación del hombre en el (teórico) estado de naturaleza anterior a la aparición del Estado: sin un poder fuerte la convivencia humana degenera en guerra y anarquía, que son precisamente los males que la política está llamada a evitar. El Estado aparece como consecuencia de un paradójico pacto que consiste en que los que lo realizan renuncian a todos sus derechos y libertades en favor de un poder tanto más eficaz cuanto menores sean sus límites. Los reyes deben tener un poder absoluto: lo novedoso no es esta afirmación, sino que, en vez de derivar dicho poder de la voluntad divina, lo hace de los propios hombres que, por preferir el despotismo a la anarquía, la seguridad a la libertad, hacen un último y suicida uso de la última.

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