Apuntes mínimos de Historia de la Filosofía, capítulo 9
Agustín de
Hipona es el principal representante de la corriente filosófica denominada platonismo cristiano, que atraviesa el
final de la Antigüedad
y prácticamente toda la Edad Media
hasta el siglo XIII, y que podemos ver como la muestra más clara de
subordinación de la razón filosófica a la fe religiosa.
"Entender a Dios" es tan imposible como meter el mar en un hoyo, nos queda la fe. |
La cuestión más
básica del agustinismo es precisamente la arriba mencionada, cómo se articulan la
razón y la fe. Pero, tal como se formula habitualmente, esta pregunta presupone
algo que Agustín no admite: que existe algo así como una “razón natural”,
completa en sí misma e independiente de la fe religiosa, y que puede
relacionarse con esta de una u otra forma (amistosa, indiferente u hostilmente).
Lo que, por el contrario, cree San Agustín es que, como toda la naturaleza
humana, también la razón ha caído por el pecado original y ha sido redimida por
Jesucristo; puede optar entre perpetuarse en el error si se encierra en sí
misma o dejarse iluminar para alcanzar la verdad: degradada sin Dios, en
plenitud con Dios, pero nunca completa y sana al margen de Dios.
Conviene
anotar que lo que en este punto hace Agustín no es otra cosa que narrar,
trasladándola a conceptos, su propia biografía intelectual: buscar la verdad
tanteando en la oscuridad, yendo de una escuela filosófica a otra, hasta sentir
la iluminación y con ella la claridad del entendimiento, al convertirse al
cristianismo. La propia razón necesita de la gracia divina, a la que el hombre
responde por medio de la fe. “Crede ut intelligas”, cree para comprender: si
quieres comprender empieza creyendo, y si rechazas la fe deberás resignarte a
no comprender nada.
La razón
necesita a Dios, no solo en el plano sobrenatural sino también en el natural
(si fuera posible distinguir ambos planos). En primer lugar, conocer es una
actividad espiritual, no física; del alma, no del cuerpo. Los cuerpos actúan
unos sobre otros, pero para que exista conocimiento de esta actividad es
preciso que el alma interprete los
cambios que se producen en el cuerpo al que está unida, interpretación que es
lo que normalmente llamamos sensación. Dicho de otra manera: sentir es una forma de conocer y no podríamos conocer si únicamente fuéramos materia.
Pero hay más: ¿cómo podemos hacer ciencia,
esto es, conocimiento de lo permanente y necesario, si solo disponemos de las informaciones
cambiantes y contingentes que nos proporcionan los sentidos? Ya sabemos lo que
decía Platón: los sentidos no proporcionan el verdadero conocimiento, solo nos
hacen recordar los conocimientos adquiridos en vidas anteriores. Pero Agustín
es cristiano y no cree en vidas anteriores, así que resuelve el problema de
otra manera: Dios proporciona al alma la posibilidad de comprender el mundo
(también el mundo físico y cambiante) a la luz de ciertos principios necesarios en que se basa la ciencia, las llamadas verdades eternas. La reminiscencia es, pues, sustituida por la
iluminación.
¿Y los modelos
ideales a los que, según Platón, conocemos en primer lugar ya que entendemos
las realidades sensibles comparándolas con ellos? ¿Existen por sí mismos? No,
responde Agustín, pues ello equivaldría a afirmar que una parte de la realidad,
y justamente la más valiosa (la belleza perfecta, la bondad perfecta, etc.), es
independiente de Dios. Todos estos modelos o ideas arquetípicas existen, sí,
pero en la mente de Dios, quien se sirve de ellos para crear en el mundo
ejemplos que los imiten.
La última
frase nos sirve para entender el problema del mal tal como lo plantea San
Agustín. Cuando era maniqueo, la solución de este problema parecía fácil. Habría
dos dioses o dos principios coexistiendo desde siempre: lo demoníaco y lo
divino, la materia y la luz, y de ellos procederían el bien y el mal. Como
cristiano que es, San Agustín no puede admitir ningún dios del mal y además cree, con la Biblia, que cuando Dios
creó el mundo vio que “todo es bueno”. Por tanto, no se trata de bien y mal,
sino de más o menos bien.
Los seres
creados imitan los modelos perfectos tal como solo pueden existir en Dios
mismo: son buenos, pero no pueden ser enteramente buenos (ya que no pertenecen
al ser de Dios), les falta algo para alcanzar la bondad perfecta, y a eso que
les falta, a esa carencia, es a lo que nosotros llamamos “mal”. El mal
ontológico es, por tanto, inevitable, ya que únicamente consiste en una carencia
de la perfección que solo puede poseer el ser perfecto, Dios. Cabría preguntar si ese mal ontológico puede ser compatible con el no-mal físico, es decir, un mundo imperfecto, sí, pero en el que al menos no haya sufrimiento, enfermedad o muerte: la situación que nos muestra el relato bíblico del paraíso. La respuesta de Agustín no puede ser más que una: ese mundo podría haber sido el nuestro de no haber sido por el pecado, es decir, el mal físico es consecuencia del mal moral.
¿Y dicho mal moral, de dónde procede?
Consiste en elegir algo peor pudiendo haber elegido algo mejor; su posibilidad
viene dada por la existencia del libre albedrío: este es ciertamente un bien, aunque no es la forma
superior de libertad (que consiste en elegir, como Dios mismo, siempre lo mejor);
sin embargo, unido a la inclinación al mal que arrastramos por el pecado
original produce muchas veces nefastas consecuencias; consecuencias que el
hombre solo no es capaz de evitar, si no se abre a la gracia de Dios.
De la misma
forma que cada hombre puede elegir un bien inferior despreciando un bien
superior o al contrario, el género humano se ha dividido en dos grandes grupos:
mies y cizaña, o, como dice Agustín, “las dos ciudades”. La primera (la Ciudad de Dios) está formada por “los
que aman a Dios hasta el desprecio de sí mismos” y la segunda por “los que se
aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios”. No hay una tercera ciudad, puesto
que no es posible el término medio.
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