jueves, 18 de enero de 2018

Estados de naturaleza y contratos sociales (Rousseau)



En el pensamiento de Rousseau conviene separar dos cuestiones que pueden confundirse con facilidad, lo que puede provocar malentendidos: una es cómo debe ser la sociedad para que el hombre que vive en ella no tenga peor suerte que el que vive en estado de naturaleza; la otra es cómo la sociedad real de hecho ha empeorado el estado natural del hombre. Trataremos estas dos cuestiones una detrás de otra, pero antes de nada conviene aclarar qué es eso del “estado natural” que, según Rousseau, perdemos cuando empezamos a vivir en sociedad.
           Antes de Rousseau, otros autores teorizaron sobre el estado natural y el pacto social, entre los que podemos destacar dos:
         a) Para Hobbes, la situación natural del hombre es la de "guerra de todos contra todos": cada uno, buscando exclusivamente el propio interés, se sirve de la violencia y el engaño contra los demás. Por eso, Homo homini lupus: sin un poder fuerte la convivencia humana degenera en guerra y anarquía, que son precisamente los males que la política está llamada a evitar. El Estado aparece como consecuencia de un paradójico pacto que consiste en que los que lo realizan renuncian a todos sus derechos y libertades en favor de un poder absoluto.
        b) Locke no tiene un concepto tan negativo de la naturaleza humana: el hombre posee unos derechos naturales a los que no debe renunciar y el Estado surge como consecuencia de un acuerdo o contrato entre los hombres para proteger esos derechos cuando corren peligro. Locke percibe también el peligro de abuso de poder por parte del Estado y propone para prevenirlo la separación de poderes
En el estado natural, nadie debe estar sometido a otro salvo el niño a sus padres.
Rousseau entiende el estado de naturaleza como el (hipotético) estado del hombre que vive sin leyes, tradiciones, propiedades ni instituciones políticas, comportándose únicamente como le dicta la propia naturaleza. En este estado, el hombre solo se asocia con otros hombres bien para formar una familia, bien por nacer dentro de una, pero en el último caso la naturaleza solo le manda permanecer en ella el tiempo suficiente para valerse por sus propios medios. Los hombres son naturalmente libres y no poseen otras obligaciones que las que se derivan del instinto natural. Se trata, pues, de una situación en la que predomina el individualismo autosuficiente, pero quizá por eso mismo los hombres no se hacen daño unos a otros, pues no ganan nada con hacerlo; es más, en caso de que un semejante necesite ayuda normalmente se la darán, ya que los hombres experimentan naturalmente un sentimiento de compasión hacia los débiles y desgraciados. ¿Existieron alguna vez y en algún lugar hombres que vivieran así? Es posible, pero dudoso, y en cualquier caso da igual.
¿En qué momento un hombre siente la necesidad de dejar el estado natural? En El contrato social, Rousseau responde: cuando los peligros que amenazan a su supervivencia son mayores que las fuerzas de que dispone para evitarlos. En esta situación, la única forma que tiene un individuo de aumentar sus fuerzas es asociándose con otros. Ahora bien, ¿le resulta ventajoso hacerlo? La respuesta a esta pregunta nos lleva a reflexionar sobre cómo debe ser la comunidad humana para que el hombre que forma parte de ella siga siendo tan libre como lo sería en estado natural. Y aquí aparece la idea de pacto social como origen de la comunidad.
Imaginemos una asociación entre dos personas en la que una de ellas renunciara a todos sus derechos y la otra los conservara sin ningún recorte. Sería una situación claramente injusta, y nadie elegiría libremente entrar en esa asociación como el que renuncia. Parece claro pensar que, para que la asociación sea justa, los dos deben renunciar a parte de sus derechos, pero que al ser la renuncia igual para los dos cada uno compensa los derechos perdidos con los nuevos derechos adquiridos y sigue igual que antes, pero más fuerte ante los obstáculos.
De la misma forma, el pacto social tiene sentido si todos renuncian por igual a sus intereses particulares, sometiéndose libremente a la voluntad general que emana del cuerpo social. “Voluntad general” no es lo mismo que la suma de las voluntades individuales, ya que las últimas atienden exclusivamente al interés de cada uno mientras que la primera mira el interés común. Es esta voluntad general la responsable de la elaboración de las leyes, de forma que el individuo que obedece las leyes no hace otra cosa que obedecer al todo del cual es una parte igual a todas las otras partes que lo forman.
Una vez entendida la esencia del pacto social podemos preguntarnos qué forma política es la más adecuada para mantenerlo en su pureza. Como hemos visto, la soberanía procede siempre del pueblo, que se expresa por medio de una voluntad general. Sin embargo, los administradores de esta voluntad general pueden ser el pueblo entero, unos pocos o uno solo; hablamos entonces, respectivamente, de democracia, aristocracia y monarquía. Rousseau entiende la democracia como el estado ideal, pero imposible en la práctica: solo podría darse en comunidades muy pequeñas y con una igualdad absoluta entre todos sus miembros. De forma más realista, Rousseau opta más bien por una aristocracia electiva, que en el fondo es lo que más se parece a los sistemas que actualmente llamamos “democráticos”.
Lo dicho hasta aquí se refiere a lo que debe ser, ahora vamos a decir algo sobre lo que de hecho ocurre. En el estado de naturaleza no existe propiedad, pero en el momento en que alguien se apropia de una parte de los bienes hasta entonces comunes aparece la desigualdad. A la desigualdad siguen la explotación y la esclavitud, así como la lucha entre hombres por apropiarse unos de las posesiones de otros. De manera que el hombre naturalmente bueno (o, mejor dicho, que vive en un estado de feliz amoralidad) se convierte en enemigo de sus congéneres, a los que hace y de los que recibe todos los males imaginables. Rousseau rechaza conceptos como el pecado original o inclinación natural del hombre hacia la maldad y afirma que el hombre se halla naturalmente dotado únicamente de sentimientos positivos como el amor a sí mismo (búsqueda de la felicidad) y la compasión hacia el prójimo; posteriormente una vida social marcada por la desigualdad, la hipocresía y la corrupción transforma estos sentimientos en egoísmo, enemistad y envidia. En consecuencia, defiende una educación que permita el libre desarrollo de las tendencias naturales y retrase todo lo posible el aprendizaje de las convenciones sociales: este es el tema de su ensayo novelado Emilio.
Rousseau discrepa del resto de los ilustrados al considerar que el progreso científico y técnico no lleva necesariamente al progreso moral y al aumento de la felicidad, sino que, más bien al contrario, es una de las mayores causas de sufrimiento. Lo cual enlaza con sus ideas sobre religión. Aunque pasó por distintas confesiones religiosas y aunque él mismo se define en varios escritos como “cristiano”, añadiendo a continuación “no al modo de los sacerdotes”, lo cierto es que Rousseau aparece como prototipo de filósofo deísta al rechazar cualquier religión establecida y la idea misma de una revelación sobrenatural (contraria según él a la dignidad humana, pues mostraría una preferencia injustificada de Dios sobre un grupo de hombres, los seguidores de una religión, contra el resto). En consecuencia, no admite más revelación que la que se da en la conciencia de todos los hombres, cualesquiera que sean sus ideas religiosas, y que consiste en el sentimiento universal por el que se reconoce una divinidad superior. En un capítulo de su citada obra Emilio, titulado La profesión de fe del vicario saboyano, combate el ateísmo ofreciendo argumentos racionales en favor de la existencia de Dios, no muy diferentes de los propuestos por Tomás de Aquino, Descartes o Locke.

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